martes, 20 de marzo de 1979

Acerca de una Erótica Criminal

En las siguientes líneas nos preguntaremos acerca de la posibilidad que subyace a todo delito, penal y socialmente denominado como criminal, en tanto que esto posible se nos configura bajo la hipótesis que establece la equivalencia entre el hecho de que todo sentido sea sexual, y que todo delito se entable en una cierta sensualidad socialmente patológica.


Un simple crimen puede traer a cuestas, como estela de su recorrido, múltiples causaciones que según las distintas épocas en que ellos ocurran, serán evaluadas como tales o cuales. El “Ser” del bárbaro, ateo, degenerado, enfermo moral, pobre, ignorante, o con problemas psico-familiares; y continúa la lista; se ha considerado un concomitante a la hora de especificar quien es capaz o no de delinquir. Así, la constitución previa de una subjetividad predispuesta a encaminarse hacia los meandros de la ilegalidad, da la pauta para erigir la prevención de aquellas acciones que dañan el tejido social; tal como el actual gobernador de la Provincia de Buenos Aires pretende al ingeniar con tamaña estulticia un plan de seguridad que acometería contra las conductas pre-delictivas, como ser el merodeo o la vagancia.

Ahora bien, dentro de los delitos, en la gama de aquellos que se nos hacen presentes como más obscuros y misteriosos, así sea por la naturaleza del crimen o bien por el morbo propio que queda atónito ante lo espantoso de una mecánica singular, nos encontramos con la cuestión de la sexualidad haciendo estragos. Directamente, en tanto que acto sexual (en términos llanos, pues no hay acto sexual) o indirectamente por cuanto actúa como trasfondo de una arquitectónica que se fundamenta en el supuesto placer erótico extraído del accionar, por ejemplo en el asesino; el campo del goce en el crimen se entrama con el campo de la sexualidad.
¿Será la serialidad una marca de la iteración de un placer buscado, o de un goce expropiado? Si se repite en la diferencia cual es el sentido de la obtención de un placer, injerto en la turgencia de una idea que tiende a crear una víctima para sí, entonces quizá el fantasma masturbatorio de algún personaje escenifique lo que intentamos argüir.

En el presente trabajo expondremos el célebre caso de Cayetano Santos Godino alias el “petiso orejudo”, pues a pesar de que en este asunto no hay delitos sexuales en su sentido penal y convencional, intentaremos dilucidar el modo por el cual la veta del delito sexual entra en juego como uno de sus elementos esenciales, haciendo caso omiso a las cuestiones respectivas al sadismo sexual trabajadas durante su sentencia.

Hijo de una humilde familia calabresa, fue su padre alcohólico, de oficio farolero, golpeador, quien envió a su hijo a la comisaria a los 9 años para que “hicieran algo con él, porque era absolutamente rebelde a la represión paternal”, ahogaba pájaros en una cajita, molestaba a los vecinos insultándolos y les arrojaba cascotes. Su procreador pues, deseándolo corregir en alguna forma, creía conveniente que lo recluyeran donde lo entendieran oportuno; y su madre siendo ama de casa, paridora de 8 hijos, fue quien lo califico alguna vez como “il disgraciato figlio”, no fue nunca a visitarlo cuando resultó arrestado, por sentir cierta vergüenza de su producto (palabras de Godino). Así, padre y madre forman parte de este escenario consignado como propio de una “familia diversa” que desdibuja y se confronta con los valores tradicionales, pero “sin previsiones que apunten a romper con la ideología de base” en una cultura dada.
Es entonces que postulamos que el Santo Godino, en sus trabas insuperables para con la consecución de placer, y bajo el manto de una base orgánica, se ha encaminado a adoptar un posicionarse específico respecto al conjunto de los valores sociales admitidos, siendo en este respecto un personaje a-normal, en su modo de suplir tanto la falta-en-ser, como la satisfacción que no hay.

Los crímenes de Godino comenzaron en 1904 cuando tenía tan solo 8 años de edad, y se dispuso a “predar” a un niño de 17 meses con el propósito de matarlo: lo golpea, lo empuja violentamente y le proporciona heridas de gravedad. En 1906 lleva a una nena de dos años a un baldío, la golpea y la entierra viva. En 1908 lleva a un nene de dos años a un corralón y trata de ahogarlo en una pileta donde lavan a los caballos, lo descubren y escapa, seis días después ve a otro niño de dos años en la calle y le quema los parpados con un cigarrillo, escapando cuando la madre de la víctima salió ante los gritos del pequeño. En el mismo año se lleva a una niña, busca un baldío, pero antes de encontrarlo la menor se resiste a seguir, razón por la cual Godino se descontrola y la golpea. Unos vecinos intervienen a tiempo y Godino vuelve a huir. El mismo mes intenta golpear a una nena, pero la víctima es amparada por los vecinos, y el agresor consigue escapar. Nuevamente intenta matar a una nena de 18 meses, pero es sorprendido por un agente, Godino manifiesta haberla encontrado en esa situación y haber querido liberarla. En 1912 se lleva a otro niño de 12 años a una casa abandonada, en donde después de amordazar, desnudar, y azotar con una rama de higuera, lo estrangula. Ese mismo año le prende fuego al vestido de una nena, quien muere poco después debido a las quemaduras. Posteriormente intenta asesinar a otro niño, a quien encuentran con los pies atados y semiasfixiado por un cordón que le envuelve el cuello.
Secuestra y mata a otro nene en un baldío, lo ahorca con el piolín que lleva en el pantalón usado como cinturón, además le realiza una herida en el parietal izquierdo producida por un clavo de 4 pulgadas, lo detienen al día siguiente.

Respecto a la naturaleza de estos actos, cabe preguntarse el acceso a qué clase de sensación le permitían experimentar. Y es así, que cuando Godino resultó apresado y se le preguntó acerca de sus crímenes y las sensaciones que se le despertaban al estrangular, declaró que aquello le gustaba: “me da todo un temblor por el cuerpo que me sacude… Siento ganas de morder. Al chico ese le agarre con los dientes aquí, cerca de la boca y lo sacudía como hacen los perros con los gatos… Luego me da mucha sed, la boca, y la garganta se me secan, me arden como si tuviera fiebre”.
El temple de ese cuerpo que se sacude y tiembla, que se vuelca hacia la mas básica acción de la vida (el morder), queda especificado cuando uno de los doctores que lo evaluaban, notificaba doctamente acerca de él: confesó el desgraciado que después de cada delito de sangre, sentía violentas sensaciones eróticas”.

Por su parte, el señor Cayetano refirió que era un onanista y que si bien nunca había tenido trato con mujeres, la vista de ellas le parecía agradable. Godino fue bebedor de alcoholes fuertes, no tuvo instrucción alguna, era uno de esos pobres analfabetos a quienes se los condena. Nunca mostró ningún arrepentimiento por sus actos, y dentro de su retraso, conservó la mayor lucidez y supo demostrar satisfacción al hace uso de la narrativa de sus crímenes, siendo ésta quizá una nueva fuente de la cual extraer cierto placer, estándole vedado ya el hecho de torturar y asesinar. También incendiaba casas, aduciendo que lo hacía para ver trabajar a los bomberos: “Siempre corría a ver los incendios y les daba una mano a los bomberos. Es lindo cuando caen en el fuego”. Se divertía con matar caballos y al probar la sensación del hierro que se hunde y se retuerce en las carnes.
Estos recuerdos, en el recordar sus espectáculos, decía que lo excitaban.

Si bien, en la época en que tuvo lugar el proceso de Godino, y aun hoy, se suele encontrar (y emparentar) el sadismo en sus actos, entendiendo por sadismo (según los cánones de un siglo atrás actuales en cierto sentido), una dependencia estrecha entre el sufrimiento experimentado, lo mentalmente representado y el orgasmo sexual, no pudiendo realizarse el acto sin esta condición que es a la vez necesaria y suficiente, no creemos que sea en este aspecto donde encontremos una erótica dentro del acto criminal de Godino.
No sentir voluptuosidad genital más que maltratando o ejerciendo violencia en personas, animales u objetos, es una manera obsoleta, pero sobre todo errada, de definir aquello hacia lo cual hacemos referencia. La genitalidad no especifica la situación.

Lo que sí Godino afirmó es la relación existente en él, entre su propia sensualidad y los delitos perpetrados. Se ha constatado que no tuvo Godino contacto carnal con ninguna de las víctimas, pero tal contacto no nos resulta indispensable para que algo de la sexualidad se haga presente. Se ha encontrado en algunas de las victimas las ropas levantadas, dejando ver sus cuerpos desnudos, habiendo reconocido Godino que él fue quien les levanto las ropas. La mirada de la victima desnuda, dispuesta en su inerte cuerpo, abre la grieta por la cual la búsqueda de una sensualidad puede hallar goce en su compulsión. El objeto mirada es un componente de la subjetividad sexuada.
Y es posible que buscara la voluptuosidad de la excitación en el sufrimiento de las víctimas, para masturbarse más tarde en el recuerdo, circunstancia que hubo de confesar en su indagatoria. Un goce quizá debía de ser tramitado, en su singular locura, a través del exterminio de sus semejantes (especulares), bajo la premisa de un goce pleno en el a ser alcanzado en el Otro.

Al día siguiente de haber cometido su último delito, cuando fue llevado a la morgue para ver a su víctima, se constato que Godino presentaba signos externos de alteración sexual al ver a su víctima ensangrentada, desnudado momentos después, pudo constatarse que se encontraba Godino en estado de semi-erección. Tales palabras reza un periódico de aquel entonces.

Estamos frente a un criminal que la cultura y su familia no pudieron encaminar ni estabilizar tempranamente; recordemos que estuvo internado en la colonia de Marcos Paz por pedido de sus padres, pero luego de salir siguió matando. Dícese que mostró desde pequeños “rasgos perversos y sádicos” (los así llamados) que encontraban otra manera diferente de relacionarse con el otro. Nosotros diríamos, nuevas técnicas dirigidas a la apropiación del placer: buscaba pequeños con quien desquitarse, y su sexualidad se manifestaba en sus actos violentos y con sus víctimas; y aquella excitación que podría mantenerse implícita en el acto de matar, en el sentir en ese momento no en la penetración (acceso carnal) de la victima sino en la evocación posterior, en su recuerdo, que aprees-coup, le determina.

Godino, no fue un perverso, simplemente padecía de un retraso, como factor predisponente, y se estableció en la locura, cayendo en la locura criminal abocada al apoderamiento del goce supuesto en el otro, mediante un delinquir crónico.
El “petiso orejudo” acuñó un personaje pero no un rol, personaje en posición predativa. Pero respecto al calificativo de sus delitos, las violentas sensaciones eróticas en el hacer un crimen, la excitación en el recuerdo, e incluso el masturbarse merced a la memoria de su haber, nos deberían arrimar a la pregunta acerca del papel que lo sexual tuvo para él en la relación hacia los otros.

El hablar de las mujeres (Cristianismo y Misoginia)

Resumen:
Desde sus comienzos el cristianismo ha ocupado sus mentes en interrogarse acerca de la presencia de las mujeres en el mundo. Partiendo del relato de la escritura del Génesis, donde la supuesta primer mujer es formada a partir de una costilla del hombre, y atravesando el uso por parte de Eva del habla para con la serpiente, introduciremos leve y brevemente la manera en que los Padres de la Iglesia se ocuparon de caracterizar la observación Paulina acerca del precepto del silencio en lo que se refiere a las mujeres.
Tendremos oportunidad de ver cómo la voz de las mismas, en tanto que causaba en los primeros cristianos un obstáculo frente a la salvación y el deseo, preciso ser segregada y amonestada, amen de la particularidad misógina, en aquellos primeros siglos, de la conformación del legado actual del pensamiento cristiano.



Como en todas las Iglesias de los santos,
las mujeres callen en las reuniones,
pues no les esta permitido hablar;
antes bien, estén sometidas, como dice la ley.
(I Cor. 14: 34-35)

I

Y el silencio se hizo cual mordaza, cuya efectividad, quizá, halla sobrepasado en cuanto velo la argucia Homérica frente al cantar de las sirenas en la Odisea.
Es un hecho que en sus comienzos la Religión Cristiana preciso armarse contra las irrupciones heréticas en lo que hizo a la consumación del Dogma, y fue en parte la posición de las mujeres; sus privilegios y desventuras escrituitarias, teológicas y escatológicas aun; aquello frente a lo cual la dimensión del asunto comenzó a girar en redondo, siendo el punto de apoyo aquella colección de textos que se denomina La Biblia, cuya función de entorno ha marcado un modo de apreciación en lo que respecta a la sexualidad femenina en Occidente.
Es entonces, que el compás hubo de apoyarse en primera instancia en aquel mito; por demás conocido y comentado aunque no por eso deslindado; de la madre de todos los seres vivientes, Eva, conversando con la serpiente. Allí, en el Génesis 3: 1-7, nos es relatado el momento preciso en que esta supuesta primer mujer forjó el uso de sus primeras palabras (pues hasta el momento nada escrito acerca de su hablar había), donde al ser atravesadas en un dialogo con “el mas astuto de todos los animales del campo que hiciera Yavé”, el devenir, la línea de la vida, comenzó a errar en cierto modo.
La manzana, el mordisco y la maldición ulterior de Dios fueron la tertulia de aquel banquete que tan a mal traer tuvo a los Padres de la Iglesia, donde la construcción de la teoría del pecado original, que desembocó en la genialidad de un San Agustín, jamás olvidó que fue una mujer quien por cierta avidez de lengua, según Tertuliano, arrastró al hombre hacia la caída, el sudor de la frente y la clausura del árbol de la vida, con la concupiscencia como justo recado frente al abandono de la gracia de Dios.
Debemos tener en cuenta, además, que aquella mujer no solo habló; y hablan aun por supuesto; sino que por lo demás fue ubicada como quien causa, al menos, algo sostenido como innombrable, lo cual podemos extraer de la lectura que se hizo de la creación y la posición jerárquicamente inferior de lo creado frente al modelo, véase verbigracia a San pablo I Cor 11: 7- 13, donde la mujer como costilla del durmiente Adán ( acaso podría leerse aquí la existencia de La mujer como sueño del hombre?... una gracia de Dios?) es ostensiblemente acomodada en la Carne y en los huesos: “carne de mi carne, huesos de mis huesos”... de ahora en más ambos serán una sola carne, solo que en tanto que mullier corpus viri, la imagen de Dios, esa gran esfera, será quien comande a la encomienda. Y no es de extrañar que el susodicho hombre haya aceptado la manzana en un olvido del precepto, ("el Hombre se olvidó del mandato establecido por Dios y se dejó tentar por la amarga comida", Escribe Gregorio Nacianceno en sus Homilías sobre la Natividad[2]) persuadido por aquella imagen que no es ya imagen sino en un segundo grado: ser inferior cuya cabeza deberá ser velada en un intento de evitar el oprobio de los ángeles, jugándose aquí además el papel de un estigma rememorativo frente a aquella imperdonable falta de Eva que, ya sea por hecho o por derecho, pertenecía al cuerpo de Adán; y en tanto que, mutatis mutandis, por un acto de prestidigitación teológica, toda mujer resultará mercancía del hombre. Decantación esta de la escritura del Génesis, donde parafraseando a Lacan (Sem. XIV Clase 19), desde el instante preciso en que la acción divina vino a proveerle al hombre una marca suplementaria, se encuentra, el desdichado, teniendo como objeto qué sino una pedazo de su propio cuerpo?. Y el cuerpo, eso es algo que se suele tener, y a veces aun poseer, aunque no del todo, pues algo siempre suele escapar, como no se le escapará a la inteligencia de San Agustín.
Resultará entonces que la posición de Esposa, como sujeta al marido, también se sabrá trenzar en esta caracterización trina de velo-silencio-sujeción, donde quizás la sentencia divina de los dolores en el parto puedan traernos algo a luz bajo el ser madre. Y esto, en tanto que transmisora, junto al ingenuo hortalero, del pecado original, donde el inicio siempre se pensará anclado en ese pequeño objeto que causó aquel movimiento involuntario de cierta parte fuera de cuerpo, donde, como dice Lacan (Sem. XVI clase 13[3]), Adán no solo descubrió "que ella es la mujer sino también que el comienza a pensar”... en ella, pero para seguir durmiendo.


II

Empero la cuestión la centraremos en el carácter con que los Padres de la Iglesia supieron abordar el hecho de que las mujeres hablan, pues que hablan eso parece ser un hecho.
De modo tal, que el Doctor Lacan, en el Sem. XXIII clase I[4], nos dice que “l’Èvie tenia esta lengua rápida y muy suelta, ya que luego del supuesto nombrar de Adán, ella es la primera persona que la usa, para hablar con la serpiente” con la consecuencia de la introducción de la falla que no cesará de agrandarse, aclarando además en la Conferencia de Ginebra pg 143[5], que “son mas bien las mujeres las que inventaron el lenguaje... el Génesis lo da a entender. Con la serpiente, ellas hablan- es decir con el falo. Hablan todavía mucho mas con el falo en la medida en que para ellas, entonces, es hétero.”
Y el uso que ellas hacen de lalengua, a estos intrépidos hombres de la religión, no pudo mas que parecerles peligroso... incluso siniestro y por supuesto seductor frente al denuedo con que intentaban acorazar el deseo por esa parte desprendida en una especie de lapsus en la deidad, y tropiezo del Logos Lucano. Pues no debemos olvidar el papel de la seducción, o mejor aun de la tentación que toda cercanía de una mujer conllevaba, peligro intrínseco en lo que hace a la verdad del día del juicio final en la escatología universal, puesto que en la reformulación cristológica de los mandamientos hebreos, donde se escribió "no cometeréis adulterio", ahora deja de ser asunto del llevar a cabo para generalizarse en el axioma imperturbable del "que todo el que mira a una mujer con mal deseo ya ha cometido con ella adulterio en su corazón" (Mat.5: 28), sobreescritura ésta mas que utilizada, desde un San Justino Mártir en su Apología[6] por ejemplo, para remarcar la eficacia de los pensamientos que tienen a una mujer como destinataria, si bien los Padres no desconocían la función del objeto causa de deseo; de hecho su repudio y desprecio frente a las mujeres será el intento estertóreo por volver indeseable lo que causa... aquello que no debería tomar sino el papel de deberse a un trazo de Dios en razón de su creación.
Es entonces, que frente al problema de la presencia de un Otro sexo, que ha generado la división y el infortunio en la relación del hombre para con su Dios, caerá sobre las cabezas de las mujeres el precio de haber sustraído a la Unión paradisíaca, la pasibilidad en que Adán vivía junto a su Creador, lo cual podemos comenzar a observar ya en Filón de Alejandría, por ejemplo y en su recurso iterativo a la nostalgia por aquel Uno añorado, donde el Amor por una mujer fue aquello por lo cual el hombre tomó la manzana desobedeciendo el mandato divino, amando por su puesto a su propio cuerpo mas que a su hacedor, y esto en lo que pareciese ser un divino desatino.
Pero no solo encontraremos la imputación del desorden por el lado de la Escuela Alejandrina, y sus sucesores Capadocios, sino que por el lado de los Padres Latinos, si bien con menor filosofía, aunque no menor recelo; al menos en sus comienzos; tendremos a si mismo la petrificación basamental en los achaques segregativos acerca de la menor dignidad respecto de la mujer; pues desde ambos frentes San Pablo, aquel insigne ideólogo, funcionará como rector para la construcción de un saber que intente cristalizar a las mujeres en un Ser, objetivándolo pues en tanto que accidente de la substancia hombre, donde la jerarquía ontológica signada por la función "ser imagen de" vendrá a ocupar el sitial de los merecimientos mundanos, en cuanto a la repartición de dones y atributos que a sus variables se refieran.



III

Pues bien, veamos como nos pueden ilustrar lo Padres acerca de este preciso tema, acotándolo entre varios otros, a lo que parecería ser cierta invasión de la voz por parte de aquellas, que en palabras de Tertuliano, en De Cultu Feminarum[7], han persuadido a Adán, puesto que el demonio no tuvo valor suficiente para atacarlo a él directamente.
Podríamos decir, que la cuestión comienza con el mismo Tertuliano, quien en su Tratado de la Impaciencia[8], apartado 5, nos sugiere el modo por el cual una conversación puede, cual agente conductor, servir de medio para la acción de aquel reptil. El tema es entonces que éste le ha inoculado a Eva, tras hablarle, el mal de la impaciencia, quien tras su imprudente prestarle lengua y oídos, queda infectada por la Impaciencia del Hablar, siendo así que el noble Adán vendrá ahora a perecer por la impaciencia inoculada por Eva, “convirtiéndolo en transmisor de la culpa, no soportando ella sola su caída.”
De este modo, la línea del hablar comienza a tomar cierto matiz preocupante para la rectitud del camino de quien pretenda ser un justo cristiano, donde debido al hecho del no poder cerrar este orificio que hace sensible el escuchar, será mejor reglar las condiciones por medio de las cuales se establezcan las imputadas relaciones con las mujeres, seres parlanchines como las descubre Orígenes en el libro XIII apartado 3 de sus Homilías sobre el Éxodo[9], donde leemos la sutil pregunta autocontestada: “¿Como piensas que conciben en su corazón si charlan tanto y se distraen tanto conversando que no permiten que haya silencio?”
Y el silencio se erguirá entonces en la condición de la imperturbabilidad, pues si no resulta posible rehuir de la atracción hacia aquellos medios femeninos de perdición, mejor será hacer como si no ocurriera nada, y nada que se pueda oír, de acuerdo a ley.

Nos encontraremos entonces, con la conjugación de estas dos vertientes: la primera, la tentadora que causó la caída por hacer uso de la lengua con la serpiente, y la segunda la naturaleza intrínseca del afán de hablar en demasía, siendo el signo conector el cristiano esfuerzo por despojar al deseo de su causa, ubicando para ello un contraste, entre lo telúrico y lo absoluto de aquello que fue el goce de los bienes celestiales, perdidos tras la manzana y aquel siniestro árbol que en el centro del Edén moraba.




IV

Tomemos por un instante a Evagrio Póntico, quien en su libelo Sobre los Ocho Espíritus Malvados[10], en el punto IV dedicado a la Lujuria, nos permite precavernos acerca de las incidencias negativas que tiene para quien busca la sabiduría, el trato con las mujeres. Nos legará, tras aconsejarnos que evitemos toda intimidad con ellas, cortarles la libertad de hablarnos con confianza, para lo cual engarza la siguiente descripción, puesto que las mujeres todas :
al inicio tienen o simulan una cierta cautela, pero seguidamente osan hacerlo todo descaradamente:
1) primer acercamiento tienen la mirada baja, pían dulcemente, lloran conmovidas, el trato es serio, suspiran con amargura, plantean preguntas sobre la castidad y escuchan atentamente
2) las ves una segunda vez y levanta un poco más la cabeza
3) la tercera vez se acercan sin mucho pudor; tú has sonreído y ellas se han puesto a reír desaforadamente
4) seguidamente se embellecen y se te muestran con ostentación, su mirada cambia
anunciando el ardor, levantan las cejas y rotan los ojos, desnudan el cuello y abandonan
todo el cuerpo a la languidez, pronuncian frases ablandadas por la pasión y te dirigen una
voz fascinante al oído hasta que se apoderan completamente el alma.
Siendo pues esta voz fascinante una “trampa que encamina hacia la muerte”, una “red entretejida (y es sabido que son las mujeres por antonomasia quienes sabrían tejerlas) que arrastra a la perdición.”
Por otro lado, no es a ninguna mujer en particular a quienes se dirigen los Padres. Esto en tanto que les es necesario universalizar, de cabriola en cabriola, un modo en que se pueda escribir La mujer: sea ramera babilónica, esposa, madre de cristianitos o vírgenes, todas sucumben al precepto Paulino del velo, la sujeción y el silencio; pues no vaya a creerse que las vírgenes poseían algún privilegio durante estos siglos. Si se lee a San Jerónimo, el gran teórico de la manufacturación de las Fábricas de la virginidad, nada habrá que envidiar a la rigurosidad mecánica de las peripecias en la mansión de las 120 Jornadas en Sodoma, donde cada segundo se rige a la instancia pautada de la letra.
A su vez, San Cirilo de Alejandría en su Procatequesis[11] apartado XIV, nos da una lección del modo en que se debe mantener a raya el encantamiento femenino, lanzando para ello el imperativo de que “esté todo separado en las Iglesias”, hombres y mujeres cada uno en su rincón, de modo que “no se convierta en causa de perdición lo que debe ser ayuda para la salvación”. Y no solo eso, sino que nuestras vírgenes - imitadoras de la vida de los ángeles- deberán salmodiar o leer, pero en silencio: "deben hablar los labios-escribe- pero no debe llegar la voz a oídos ajenos. No tolero que la mujer hable en la asamblea; y la casada actúe también de modo semejante, que ore y mueva sus labios, pero no se oiga su voz.”
Observamos entonces un desdoblamiento, que hable, eso pase, pero que no se oiga su voz. Deberíamos pensar por lo tanto, que el punto de afección se columpia aquí entre el pronunciar y su escucha, pues las orejas de los cristianos primitivos, parece ser, eran por demás sensibles al hecho de no poder evadirse, sobre todo cuando se postulaban frente a una mujer que, considerada en sentido estricto, no podía menos que cincelar la recta ascendente hacia el seno del Señor, mientras el factor de la Parusía, la regeneración de los cuerpos y el Juicio final, en aquellos tiempos, tan próximos se los precisaba sostener, para acomodar la nueva alianza a la nueva Fe en un ecumenismo que no podía tolerar la infracción de no poder escribir “Todas las mujeres son una parte obediente del hombre”, en un sistema cuya consistencia no podía bajo ningún concepto fallar, o precisar algún otro para verificarse. En fin, Gödel hubiese resultado anatema, y un Concilio sin duda se le hubiese dedicado a su honor.

Pero continuemos en esta escueta introducción al tema que nos convoca.
Si algún hombre cayó entre las lianas del deseo por una mujer, solo Dios conseguirá preservarlo por la gracia, como nos informa el Canon IV del Concilio de Neocesarea[12]. Y si como quizá suceda, la voz produce cierto eco mortificante en el deseo cristiano, nada mejor que pretender anular a su vez el deseo del Otro... y su voz en lo posible, siendo esto en realidad lo ilusorio en la cuestión , pues no siempre Dios estará ahí en el momento en que alguna mujer nos cause.
En el Ambrosiaster, colección de textos durante mucho tiempo atribuidos a San Ambrosio, específicamente en A los Corintios[13] XIV, 34 podemos leer que las mujeres deben cubrir sus cabezas, " deben llevar el signo de la sujeción a la autoridad pues por ella ingresó el Pecado al mundo, deben mostrarse sumisas" sin pronunciar ningún pero que menoscabe la enunciación del dicho ser hombre; o sea, nada de equívocos en el lenguaje.
Es por lo tanto tema de precaución el quitar a los oídos la acometida de una boca-nada vociferante por parte de las mujeres. San Juan Crisóstomo en su Sobre el Sacerdocio[14], libro VI apartado 2, nos advierte que las mujeres nos arrebatan la atención; al igual que San Agustín en los Soliloquios[15] refiriéndose en este caso a la sabiduría; para lo cual notifica cristianamente, y con un lujo detallista que no puede sino resultar al menos sospechoso, lo siguiente:
"la bella disposición del semblante, los movimientos acompasados, el afectado cuidado en el andar, la inflexión de la voz, los ojos pintados, las mejillas cubiertas de afeites, el adorno de los rizos y compostura de los cabellos, la suntuosidad de los vestidos y la variedad de los ornamentos, y la belleza de las piedras preciosas, y la fragancia de los ungüentos arrebatan la atención y turban el alma, a menos que se haya endurecido por medio de una templanza muy austera”.
Pero no será solo la cadencia de las anteriores características, sino que sus inversas arrastrarían al mismo cauce, pues: "El descuido del semblante, el cabello descompuesto, el vestido sucio, el traje desaliñado, la sencillez de costumbres, el razonar sin doblez, el caminar sin afectación, la voz sin composición, el vivir en pobreza, el verse despreciado, y no tener alguno en su defensa, y la soledad misma, movieron al principio a compasión a aquél que las registraba; pero después lo condujeron a la última ruina."
De uno u otro modo, con inflexión o descompostura, en principio, el hablar de las mujeres acarrea serios problemas para quien se afirme en transitar el destino cristiano hacia la salvación; y no se conseguirá el mismo salario de vida para quien "transite el camino abrazado por el hombre solo y aquel que pase por la unión con una mujer" según San Gregorio Niseno en el libro I de su Meta divina y Conforme a la Verdad[16].

Continuemos entonces con San Crisóstomo, quien hace de las continuas conversaciones y trato con mujeres, el alimento para una de las Bestias (entiéndase Espíritus malignos), particularmente, estas conversaciones engordarían la panza de la liviandad, ocasión de infinitos males.
Así, ni lerdo ni perezoso, en sus Homilías a Corintios[17] XXXVII, 1, nos escribe que el fin de San Pablo en sus epístolas referidas al silencio de las mujeres se encuadraba en instituir una Ley para prevenir la confusión, o sea "el desorden que presentan las mujeres" razón por la cual se ve llevado a "cortar con su irrazonable manía de hablar y conversar" a "reprimir sus chacharacheos con mucha autoridad". En fin... "Cose sus bocas con la Ley".
Parecería que finalizar esto con un Amen resultaría excesivo, pero el hilo de la ley anuda los labios mientras agiliza el andar terrestre hacia la única unión que parecería resultarles válida a los primeros cristianos: la alienación en la añoranza del Edén. O bien junto a Dios o bien bajo una Mujer, con todo lo que un vel trae aparejado.
Claro que el problema surge desde el momento en que no les resulta algo simple acallar el deseo; velos, muros eclesiásticos, la invención de los Conventos, el appartment de la concupiscencia, y así, iterativamente, hasta la cuestión del abordaje quo matrem en la condescendencia Agustiniana para con el contagio, pues como una enfermedad de transmisión sexual consideraba al Pecado Original, no conseguirán desabonar la fertilidad del campo que se intenta simular bajo la forma de un erial.
Evidentemente, no es cuestión de construcciones fantásticas en el curso del sentido de la historia, sino en todo caso de la lectura cristiana acerca de la realidad de la mujer en términos de Fantasma. La posición de la misma, deberá pues ser reglamentada de tal manera que la naturaleza díscola y discordante de este ser extraño y extravagante, consiga poseer un significado tal que permita asirla con las manos, o al menos echarle un lazo... una cadena.
Es así, que San Crisóstomo, en las Homilías a Timoteo[18] (IX, I Tim II 11-15) revuelve el caldo del redil cristiano nuevamente con el yugo de la ley, envolviendo el silencio en las mujeres como signo de sujeción en tanto que hay que "cortar toda ocasión de conversación en la Iglesia" , y no por cuestiones socio-históricas sino mas bien porque "su sexo es naturalmente el mas charlatán y hay que restringirlas por todos lados", de modo tal que "muestren su sumisión mediante el silencio".

Además, no será olvidado el "por que" del deber mantener silencio, pues esta voz puede ser también ostensiblemente persuasiva. Y dirá Crisóstomo un poco más adelante, diferenciando el modo en que hombre y mujer justificaron su mordida ante Dios, que por su lado Eva dijo "la serpiente me engañó", subrayando acerca de ésta su condición inferior y subordinada, mientras que el prístino Adán "no dijo la mujer me engaño sino me dio del árbol y yo comí" ... pobre inocente!, su caída se debió al hecho de que "transgredió por la persuasión de su esposa", jamás por iniciativa propia, sino por una rebanada de costilla que, al tiempo en que le pertenece, señala que algo le falta, y para colmo lo persuade hablándole, intrigándolo, incordiándolo aun.
Mencionemos para ir dando cierre a esta breve introducción acerca del tratamiento que la Religión Cristiana hace de las mujeres, la explicación de San Agustín en relación a la conversación que entablan la serpiente y Eva. En su De la Trinidad[19], donde entre otras cosas deslinda lo que algunos llaman el binario psicológico; Ratio superior- Ratio inferior, distinción adeudada a su conversor San Ambrosio; encontramos en el Libro XII, que a las mujeres les toca representar en su cuerpo ( no nos resultará sorprendente) la parte de la Razón abocada al conocimiento de las cosas temporales y cambiantes, lo "necesario para manejarse en los asuntos de la vida"; y como "las cosas ciertamente corporales son percibidas por los sentidos del cuerpo", "solo ella hablo con la serpiente y solo ella se dejo conducir", pues como contrapartida "las cosas espirituales, cuales son las eternas e incambiantes, son entendidas por la razón de la sabiduría", no creo que haga falta mencionar quien se llevará esta porción al bolsillo.
Cito:
“Entonces, siempre que el sentido carnal o animal se introduce en los propósitos de la mente referidos al entendimiento sobre las cosas temporales y corpóreas, teniendo como objeto los oficios de las acciones de un hombre por la fuerza viva de la razón, produce un cierto gozo para si mismo, es decir, un gozarse donde se es privado de lo bueno, no en el sentido público o común, sino en el sentido de lo incambiable y eterno, así es como fueron los discursos de la serpiente con la mujer”

O sea, que no solo representa cubierta por el cuerpo aquel trozo de razón, sino que además ha sido contaminada por lo que es el tercer estrato mental, el compartido con las bestias, pues leemos en el Libro VI, XXII, 68 de su Replica a Juliano[20] que la mujer ha sido "corrompida por dar crédito a las palabras de la serpiente", pues "las malas palabras corrompen las buenas costumbres" y el mal de la concupiscencia (eje de la teología Agustiniana sobre el Pecado Original), acometerá bajo la égida de una mujer (o bien dos y contando... ), que sustrae con sus palabras las ávidas mientes de los oídos de los primeros representantes de la Iglesia Cristiana.


V

Decanta de lo antedicho que seria mejor, como nos aclara San Clemente Romano en su primer Epístola a los Romanos[21], párrafo 21, "guiar a las mujeres hacia lo bueno", de manera tal que "manifiesten moderación de lengua por el silencio". Y un silencio acompasado, por lo que su homónimo de Alejandría, en el libro III de El Pedagogo[22], señala como Labor de Mujer: "hilar la rueca y el telar... ayudar en la cocina [aclaro que se trata de ayudar a los criados]... traer con sus propias manos lo que necesitemos... ocuparse de la comida y de complacer al hombre". Claro que podemos observar aquí la petrificación de las mujeres en lo que hace a la función de Esposa (en uno de esos malabares a los que tan inclinados fueron los Padres de la Iglesia), donde la relación quedará marcada; puesto que la doctrina Paulina manda a las mujeres que pretendan aprender a preguntar a sus maridos en el hogar; en una pantalla por la que el hombre de buena Fe "odia la mortal y corrupta unión conyugal, así como también el intercambio sexual, solo ama en su Esposa aquellas características que la hacen humana, odiando lo que le pertenece como mujer", como podemos apreciar en el Libro I, 41 del Sermón de la Montaña[23] de San Agustín.

Pues bien, mas allá de no haber deslindado el proceder lógico de este desprecio misógino hacia las mujeres, podemos observar cómo en el punto mismo donde las Sirenas fueron esquivadas mediante la ilusión del saber taponarse con cera los oídos, o bien amarrase al mástil odiseicamente apeteciendo oír, la religión cristiana, sin dudar en cuanto a lo que causa, frente al hecho de la imposibilidad de clausurarse ante el hablante-ser ubicado en el costado sexuado correspondiente al Otro sexo, echó mano de la mordaza, pues si no consigues desoír(La) mejor será que no halla nada que decir... aunque claro, esta estrategia siempre falla, ejemplo de lo cual hallamos en los llamados Padres del Desierto, donde la voz les retornaba bajo formas misteriosamente demoníacas... semblantes de mujer.

Termino pues dando un modelo de la complejidad del asunto citando el Canon VII del Primer Concilio de Toledo[24] donde; además de apreciar en el decimoquinto Artículo de Fe que "Si alguno juzga que debe creerse en la astrología o en las matemáticas, sea anatema" (pienso aquí en Hypatia); llega a nosotros, imperativamente, lo siguiente:

"Que el clérigo cuya mujer pecare, tenga potestad de castigarla sin causarle la muerte, y que no se siente con ella a la mesa. Se tuvo por bien que si las mujeres de los clérigos pecaren con alguno, para que en adelante no puedan pecar más, sus maridos puedan, sin causarles la muerte, recluirlas y atarlas en su casa, obligándolas a ayunos saludables, no mortales, de tal modo que los clérigos pobres se ayuden mutuamente si acaso carecen de servidumbre, pero con las esposas mismas que pecaron, no tomen ni tan siquiera el alimento a no ser que, hecha penitencia, vuelvan al temor de Dios."

Y efectivamente, da temor:
Vox Feminae


[1] Publicado en la Memoria de la Jornada sobre Psicoanálisis y Psicosis Social (Evento nacional). Buenos Aires, Facultad de Psicología, UBA, 2007.
[2] http://www.mercaba.org/Tesoro/nacianceno_homilias1.htm
[3] Lacan, J. : Seminario Libro XVI, Clase 13, Inédito.
[4] Lacan, J : Seminario Libro XXIII, Clase I pg 13, Buenos Aires, Paidos, 2006.
[5] Lacan, J : Conferencia de Ginebra, pg 143, Intervenciones y Textos II, Buenos Aires, Manantial,
[6] The Apostolic Fathers with Justin Martyr and Irenaeus by Philip Schaff : http://www.ccel.org/ccel/schaff/anf01.html
[7] Fathers of the Third Century: Tertullian, Part Fourth; Minucius Felix; Commodian; Origen, Parts First and Second by Phillip Schaff: http://www.ccel.org/ccel/schaff/anf04.html
[8] http://www.tertullian.org/articles/manero/manero4_de_patientia.htm#C5
[9] http://www.mercaba.org/tesoro/ORIGENES-1/marcoorigenesexodo.htm
[10] http://www.multimedios.org/docs2/d000170/p000001.htm#n1
[11] http://www.elarcadenoe.org/patristica/cirilo/cirilo_02.htm
[12] http://www.holytrinitymission.org/books/spanish/canones_concilios_locales.htm#_Toc104378694
[13] http://www.womenpriests.org/traditio/brosiast.asp
[14] http://multimedios.org/docs/d000108/
[15] http://www.mercaba.org/Padres/AGUSTIN/soliloquios.htm#_edn1
[16] http://www.mercaba.org/TESORO/niseno_metadivina2.htm
[17] Saint Chrysostom: Homilies on the Epistles of Paul to theCorinthians by St. Chrysostom: http://www.ccel.org/ccel/schaff/npnf112.html
[18] Saint Chrysostom: Homilies on Galatians, Ephesians, Philippians, Colossians, Thessalonians, Timothy, Titus, and Philemon by St. Chrysostom : http://www.ccel.org/ccel/schaff/npnf113.html
[19] On the Holy Trinity; Doctrinal Treatises; Moral Treatises by Philip Schaff http://www.ccel.org/ccel/schaff/npnf103.html
[20] http://www.sant-agostino.it/spagnolo/contro_giuliano/index2.htm
[21] http://www.mercaba.org/Tesoro/clemente_de_roma.htm
[22] Fathers of the Second Century: Hermas, Tatian, Athenagoras, Theophilus, and Clement of Alexandria (Entire) by Philip Schaff : http://www.ccel.org/ccel/schaff/anf02.html
[23] St. Augustin: Sermon on the Mount; Harmony of the Gospels; Homilies on the Gospels by Philip Schaff : http://www.ccel.org/ccel/schaff/npnf106.html
[24] http://www.filosofia.org/cod/c0397t01.htm

Las mujeres en la Poesía Épica. Algunas reflexiones introductorias en torno a Hesíodo, Homero y Virgilio.

I
Mientras que en la tradición hebrea la revelación se nos hizo presente bajo la forma de un Dios que proclamaba la verdad, una e inconmovible, resultarán ser las Musas quienes nos brinden en los albores de la tradición helena una revelación otra. Estos seres femeninos, descendientes de Zeus y Mnemósine, al revelar a sus poetas aquello que se les proclamaba, no se guardaban en establecer simplemente la Verdad revelada, sino que como ellas mismas nos lo indican, la ambigüedad se desliza a través de sus cantos, pues saben "decir muchas mentiras con apariencias de realidades” (Hes. T. 27-28). Rasgo éste que resultará ser característico del orden de la revelación que se abre para con los poetas que elegimos hoy (Homero, Hesíodo y Virgilio) en contraposición a los poetas de la Berith o alianza judía (Abraham, Moisés y David). Pues mientras en estos últimos la iniciativa partió de un Dios que con su insondable voz implantó una verdad eterna, en aquellos la iniciativa supo partir de la invocación poética, siendo a su vez que la voz de aquellas divinidades no necesariamente se encontraba libre de las argucias del enredo. Además, resulta claro que la revelación impartida por Yahvé a su pueblo elegido, merced a la desembocadura cristiana, posee un carácter teleológico referido a la salvación, no resultando así para con los helenos, mas dados al equívoco propio de los "bellos y deliciosos coros" (Hes. T. 7-8), al poder de quienes "saben cuando quieren proclamar la verdad" (Hes. T. 28), sin por ello, necesariamente, hacérnoslo saber.

II
Ahora bien, la primera grieta que se nos descubre es la de la creación de la primera mujer, Pandora (etimológicamente: “pan”: “todo” o bien “todas las cosas”, y “dora”: quizá un derivado de διδόναι, "didónai”, “dar”; cuyo correspondiente latino lo encontramos en dare y donum, dar y don respectivamente, por lo cual tal vez uno de los posibles significados pueda encallar en “el presente de todos”). De este modo, bajo su naturaleza de “presente” (δóμα,ατος,τó.), podemos ubicarla aun como un bien, otorgado justamente por aquellos dioses “dadores de bienes” (Hes. T. 46, 111, 633, 664; Hom. O. VIII, 325). Solo que aquí nos encontramos con un bien cuyo rasgo principal es el de resultar ser, a su vez, un mal, el producto de una infracción.
Sorteando pues el mito de Prometeo y la temática de las hecatombes y el fuego, podemos decir acerca de ella que, en tanto que obsequio y primer bien manufacturado por todos los dioses, es el principio a partir del cual “desciende la funesta estirpe y la tribu de las mujeres” (Hes. T. 591). “Un bello mal a cambio de un bien” (Hes. T. 585), que no por ello resultará privado de su calidad de bien a atesorar, pues en tanto que “perdición para los hombres que se alimentan del pan” (Hes. T. 512; T. y D. 82), destapando la reconocida jarra “dejó diseminarse los males y procuró a los hombres lamentables inquietudes” (Hes. T. y D. 95). He aquí pues el comienzo de la fatalidad para con los hombres, en una mujer forjada y producida por distintas manos (Hes. T. y D. 60-83) que supieron integrarle como notas características la gracia, la sensualidad, una mente cínica y un carácter voluble, además de configurarle en su pecho mentiras y palabras seductoras, no pudiendo ausentarse, claro está, las labores propiamente femeninas como el tejer, dones de Atenea.

III
Entonces, tras este primer bien, atravesando la épica y retornando la historia, nos topamos con una primera circulación, donde mediante el saqueo y los raptos -ἁρπαγή- mutuos de mujeres (Her. H. I, 4.1) se sabrá dar entrada al origen de los conflictos, no ya para todos los hombres sino entre todos los hombres. Es Heródoto quien nos ilustra acerca de ello (Her, His, I, 1-5).
Ío, Europa, Medea y Helena, moran, según nuestro padre de la historia, en el epicentro del comienzo del odio entre Europa (Εὐρώπη) y Asia (Ἀσία). Pues mientras los fenicios raptaron a Ío conduciéndola a Egipto, los europeos supieron hacer lo suyo con Europa y Medea, igualándose la ecuación en manos de Alejandro, quien sustrajo Helena a Menelao. Sin embargo, no se ubica en razón de los saqueadores el acto por el que han comenzado los conflictos, pues se nos aclara tácitamente que “si ellas no lo [hubiesen querido] de veras nunca habrían sido robadas” (Her. H. I, 4.2). De este modo, más allá del achaque de responsabilidad, lo que surge de esta obliteración, es el comienzo de la discordia en son de la naturaleza de un botín adquirido mediante el trabajo de raptores, y por ende un valor adosado al bien apropiado.

IV
Ahora bien, es a esta característica de bien adquirido -envés del bien ofrecido en tanto que don- que se conjugará a su vez, en miras a los efectos del saqueo, la nota de ser rectoras del de-venir. Esta duplicidad; solo aparentemente bifronte; que parte desde la creación de Pandora, nos muestra también que dentro del orden de ser un bien en disputa poseemos las figuras originarias de Ifíone , Atalanta y Mestra, donde podemos encontrar la confrontación entre pretendientes como modalidad adquisitiva. Empero, es también patente el hecho de que nos encontramos frente a quienes traman el acaecer de algunos sucesos sobresalientes en nuestros poetas: Gea en la Teogonía, Tetis en la Ilíada, Atenea en la Odisea y Afrodita en la Eneida, parecen poseer la capacidad de establecer el transcurso mismo de algunos versos claves para el desarrollo épico. De hecho, la repartición misma respecto de la participación de las mujeres en tanto que pivotes para con el discurrir de los poemas, salvo derivados, es el siguiente:
En la Ilíada: por parte de las diosas encontramos a Hera, Atenea, Tetis y Afrodita, y por parte de las criaturas a Criseida, Briseida, Helena y por lo bajo a Clitemestra. En la Odisea tenemos a Atenea, Circe, Calipso e Ino, mientras que por el lado de las mortales a Penélope, las siervas fieles (Euríclea, Eurínoma) y las siervas infieles. Y por último, en la Eneida podemos observar a Juno, Venus, Síbila y Cibeles, en cuanto que por el otro lado a Creusa, Dido, Amata y Lavinia.
Todas ellas esenciales para el establecimiento del destino de los héroes respectivos, en tanto que serán sus sentencias e intervenciones quienes lo establezcan (lamentablemente, por razones de espacio no podemos abocarnos a deslindar varias de las aseveraciones hechas en esta escueta presentación).

V
Sin embargo, detengámonos un momento en el "aspecto mercantil" que decanta del tratamiento que se hace aquí a lo femenino. Recordemos pues que el tema del saqueo de las mujeres se yergue en lema principal respecto al modo de adquirirlas; esto allende de la cuestión de las esposas, donde sí podemos avizorar cierto valor de cambio respecto a los bienes tributados al padre de la pretendida. Pero por fuera de las leyes del himeneo, podemos avizorar cierto afán por acumular mujeres en función de los saqueos. Tal nos informa Tersites, quien recrimina a Agamenón “llenas están tus tiendas de bronce y muchas mujeres” (Hom. I. II, 226), fruto esto del saqueo de diversas ciudadelas. Resulta entonces, que a diferencia de la naturaleza de intercambio propiamente perteneciente a las esposas, se nos ofrece la característica de la acumulación en torno a las mujeres de los otros, las victimas del saqueo de los Aqueos. Encontramos así, como precipitado de lo adquirido, diversos modos de apropiación: la competencia, el certamen y el saqueo propiamente dicho, pues las dos anteriores lo presuponen ya. Ahora bien, de estos tres modos de "producción", respecto al bien que cae dentro de las despensas de los apropiadores, hallamos que el mismo adquiere un valor de uso repartido en dos notas constitutivas, que harán a la función de las mujeres a este respecto: una es la "función de tálamo”, mientras que la otra envuelve a las "labores propiamente femeninas" como el telar o la rueca, aunadas ambas en la requerida “belleza” de la adquisición. Es aquí, en tanto que en estas tres notas hallamos la forma útil de la mujer-botín, como mercancía bajo su aspecto de uso directo, que no habrá equivalencia entre lo adquirido. De hecho esta es la novela que envuelve la problemática de la Ilíada respecto a Criseida y Briseida, la disputa entre Agamenón y Aquiles, con el resultado del plan de Tetis y el destino fatal de su hijo, el cual adviene cuando el botin-Briseida es puesto en circulación, destrabándose el subterfugio y adviniendo la desvaloralización de aquella, a cambio de no otra cosa que la propia muerte del Pélida, y esto amén del hecho de la muerte de Patroclo. El fin pues de esta adquisición, que no se prestaba al intercambio, sí se configuraba en nombre de la acumulación… pero por qué la acumulación? Si bien es cierto que el saqueador frente a su botín, lo transformaba e inclusive lo consumía (sea en el telar o en el tálamo), y habiendo aun al parecer una impulsión a obtener mas y mas mujeres, no nos hallamos aquí frente a una acumulación dirigida a la producción de nuevos bienes, los saqueadores no se dirigían a generar un poder de mayor adquisición. En el saqueo, nos las vemos con el hecho de ser éste un trabajo propio del modo de adquirir nuevos bienes, del hace al tener, pero sin haber desvinculación respecto a los medios de producción: es pues en el fruto del mismo trabajador (saqueador), donde la conquista, el trofeo y el botín se igualan bajo el orden acumulativo de las mujeres apoderadas. Y este apoderamiento siempre lo es como fruto de una guerra, siendo que la cultura greco-romana, nos enseña que donde hay guerra hay mujeres de por medio, como signo de la disputa (Helena, Penélope, Lavinia), la discordia ingresa con las mujeres (Eris es la clave, la exclusión retorna en forma de discordia, y bajo el velo de las mujeres).
Donde sí podemos encontrar cierta equivalencia cambiaria es como eclosión también de una contienda, cuando el botín pasa a ser un trofeo. Y el ejemplo clásico de ello lo encontramos en el certamen fúnebre debido a la muerte de Patroclo, donde al vencido se le otorga una mujer equivalente a 4 bueyes (a diferencia del vencedor que obtiene un gran trípode cuya equivalencia son 12 bueyes). Sin embargo, lo cierto es que la acumulación se presenta como característica problemática respecto del asunto de saquear mujeres.

VI
Ahora bien, entre las mujeres como rectoras de devenir y las mujeres como objeto-botín, se nos interpone una tercera nota intermediaria, el engaño (ψεῦδος). Si ya Gea con sus artimañas (δόλιος) rige toda la teogonía, si la misma Pandora resulta ser un "espinoso engaño (δόλον αἰπύν), irresistible para todos los hombres”, encontramos en el nacimiento de Afrodita, como atributo suyo el engaño (ἐξαπάτη). Y serán las hijas de Tindáreo junto a Leda, quienes, merced a no haber brindado correctos sacrificios a la divina Citera, abran la serie del abandono al ingenuo hombre engañado pre-helénico. Debido al hecho de este olvido (Λήθη), la diosa, las hizo a Timandra, Clitemestra y Helena, "abandonadoras de maridos” (Escolio a Eurípides, Orestes, 249), por lo que toda contienda posterior será transferida al engaño de las mujeres; pues qué esperar si hasta el mismo Agamenón se excusa diciendo: "incluso [a Zeus], Hera, con ser solo una hembra lo engaño con sus perfidias" (Hom, Il, XIX, 96)? Incluso la Odisea se mueve al son de los engaños que Penélope tiende a sus pretendientes echando mano a la espera que quedo aprisionada en la jarra de Pandora. De aquí es que se desprende el hecho consumado de la desconfianza generalizada para con las mujeres y el acertado consejo de Hesíodo, quien nos dice: "quien se fía de una mujer se fía de ladrones” (Hes. T. y D., 375). Claro que los Trabajos y los Días se encuentran escritos bajo el trasfondo de una “disputa” (con Perses) acerca de los bienes de un padre muerto, pero qué es lo que las mujeres les podrían hurtar a nuestros héroes, que les movía a acumular impulsivamente mujeres como botines por fuera del intercambio?
Lo cierto es que cuando circulan la fatalidad se abre paso. Y he aquí, quizá la conjugada de nuestras tres principales características, la fatalidad.

VII
Nos encontramos ante tres principales figuras épicas de las mujeres, como esposa (δάμαρ; ἄκοιτις), como botín (γέρας), y como rectora del de-venir, enlazadas al hecho de resultar partícipes del engaño (ψεῦδος), siendo que las tres notas podrían de un modo un otro encarnarse aun en la misma persona femenina.
Pero el problema de lo femenino se nos plantea aun, y al mismo nivel, en el Olimpo, pues siquiera Zeus es capaz de sustraerse al poder de los engaños. De hecho su mismo desquicio frente a los planteos abrumantes de las deidades femeninas en varias ocasiones han acarreado la fatalidad para con los humanos, sus criaturas (y bien sabe Tiresias de ello).
Y el principal desquicio es de hecho aquel que atraviesa los tres poemas épicos que nos competen: desquicio que culmina en el denominado "juicio de Paris”.
Resulta entonces, que frente al planteo de Hera, Atenea y Afrodita a Zeus respecto a cual de las tres era mas bella, este se desentiende alegando que "las ama igualmente", con la consecuencia inmediata de transmitir la decisión a Paris, quien debía entregarle una manzana a la que resultase favorecida. Cada una de ellas le ofrece un bien a cambio de ser elegida, ser "señor de toda Asia”, ser "siempre vencedor”, y por último aquello que le ofrece Afrodita: Helena. El punto entonces es que Paris termina siendo “seducido” por ella, teniendo por referencia de esta seducción a la mujer del rubio Menelao, y como acompañantes de su empresa al Deseo y al Amor, hijos de la Diosa.
Son pues los caracteres de Afrodita, fruto de las "crueles artimañas" de Gea, quien tras haberle sesgado los genitales Cronos, por su encargo, a Urano, del contacto de ellos con el Ponto nació la famosa Cípride. Sus atributos pues, giran en torno a la seducción: las sonrisas, el engaño, el dulce placer, el amor y la dulzura. De hecho Hera debe ir a su encargo para engañar a Zeus, y el engaño mismo corre bajo la égida de la seducción, que Afrodita sabe otorgar (ὀαριστὺς πάρφασις).

VIII
Ahora bien, en un Escolio a Homero (Escolio A), ubicado en aquellos únicos párrafos de Iliada donde se hace referencia al Juicio de Paris; y en que se lee que el "odio contra Ílio, Príamo y su hueste [es] por culpa de Alejandro [quien] humilló a las diosas pronunciándose por quien le concedió la dolorosa lascivia” (Hom. I. XXIV, 25-30); se nos dice que ésta, la lascivia, es una voz hesiódica.
Este término, lascivia, que culminará desplazándose, de un modo u otro, hacia la aselgeia ( que recorre todo el Nuevo Testamento cuando de pecados se trate) lo hallamos en Homero en términos de μαχλοσύνην, y aparece originalmente haciendo referencia a las hijas de Preto (Lisipe, Ifíone e Ifanasia) quienes no dieron acogida a los misterios de Dionisio y deshonraron la estatua de Hera, razón por la cual alguna de ellas "por abominable lascivia perdió la tierna flor de su belleza” (Suda, Mu, 307).
Se nos plantea entonces que ya para los fenicios, haciendo referencia al primer rapto de Ío, y el comienzo de las guerras entre Europa y Asia, el tema concluyente se inclina hacia la lascivia, pues ellos; adoradores de Astaroth, diosa de la lascivia y la seducción, cuyo equivalente babilónico resulta ser Ishtar; frente a la querella griega, niegan el rapto, puesto que Ío "en trato en extremo familiar (ἐμίσγετο) con el patrón de la nave pronta a ser madre por el rubor de revelar a sus padres su debilidad, prefirió partir con ellos" (Her. H. I, 5.2)… evitando quizá así la deshonra pública de haber sucumbido a la lascivia?
La lascivia, como pérdida de la razón, como debilidad de carácter y como feminización, es lo que surge ante los hombres, irguiéndose frente a lo que les podría despertar la seducción, propiamente femenina. La seducción rige, pues, el destino y acarrea la muerte, como nos lo demuestran Aquiles lateralmente, los pretendientes de Penélope, Teucro e inclusive Dido, pero sobre todo el primer seducido en esta serie de altercados, Paris.
En nuestros poemas se expropian mujeres, más no la seducción. El valor de uso que habíamos notado para con la mujer-botín no agota el asunto de presentarse como mujer-seductora. Así, la función de tálamo se configura tan solo como un resabio, pues la acumulación de mujeres, en tanto que adquisiciones, culminará en la esclavitud mediante un cuasi-retorno al sistema palacial, cuya caída consumada por las invasiones, los movimientos de población y demás conflictos internos en la civilización minoico-micénica, dio paso a la Edad Oscura a la que nuestros poetas hacen referencia, periodo previo al sinoiquismo que caracterizó el nacimiento de la cultura helénica.

IX
La seducción se opone al valor de lo acumulable, rompe tanto con el telar como con el tálamo, los trasciende de algún modo. La apropiación, merced al trabajo de los saqueadores, y a la producción de botines, tiene como consecuencia expulsar lo seductivo, llevarlo a otro orden. Hay aquí un valor inagotable que se escurre al valor mismo. La ambigüedad, que ya las Musas nos anunciaban, subyace en cierto halo de indeterminación, conjugando lo incierto, el secreto, el encanto y el hechizo de lo femenino.
La conquista versus la seducción es lo que abre el campo de la desconfianza hacia las mujeres, pues ellas desvían del camino, así como Dido desvía a Eneas o Calipso a Ulises. Pero la seducción parece aquí precisar de un otro al que pertenezca aquello que seduce, Briseida seduce a Aquiles hasta que le es devuelta, Penélope a Odiseo tan solo hasta que la sustrae de sus pretendientes, pues una vez que la encuentra y la remite al tálamo, se retira en busca de su padre dejándola a la vera de todos sus bienes, y aun quizá Dido cuando le arroja su indiferencia a Eneas en el Tártraro. En fin, Epimeteo se acuesta con Pandora a pesar de las advertencias de Prometeo, mientras ella era un presente para todos los mortales, etc.
Por ello es que una vez que se la acumula deja de seducir, su valor se trastorna en un bien, pierde el resplandor y permite a Aquiles decirnos, una vez que Briseida le es devuelta "ojalá Artemisa la hubiera matado... el día que conquiste y destruí Lirneso” (Hom. I. XIX, 59-60). La seducción "roba el juicio” (Hom, I. XIV, 217), forma parte de los hechizos de Afrodita, y abre el campo de la desconfianza generalizada para con todo lo que resulte del orden de lo femenino. Y es ésta la generalización que Agamenón le dirige a Odiseo, cuando respecto a Clitemestra le pronuncia que "su ignominia recaerá sobre cada mujer por honrada que sea” (Hom. O. XXIV, 201-202; XI, 433-434), sobre todas y cada una de ellas.

X
De este modo, atravesando la constituyente castración de Urano que desemboca por un lado en el surgimiento de Afrodita, y por otro en la formación de -Gea de por medio- los Gigantes, las Ninfas y las Erinias, culminando cuando el esplendor de los demás "Dioses dadores de bienes"; observamos que el primer "presente" de estos para con aquellos que se alimentan del pan, no ha sido sino la primer mujer, Pandora, quizá la mas excelsa producción que nos han legado.
La sentencia de Hermes, quien dice en sueños a Eneas: "la mujer ha sido y es siempre algo cambiante" (Vir. E. IV, 566-568), quizá nos de tanta precisión que marra de un modo feliz, pues la belleza posee un carácter invariante.
En el orden de la belleza, adicionado al de la exclusión, es donde se genera la potencia que abre las esclusas de los aconteceres, de las diversas formas y figuras de lo femenino. De este modo, Eris, la “excluida” de las bodas de Tetis con Peleo, y horrible hechicera, es quien como contrapartida “retorna” arrojando la manzana (proveniente del jardín de las Hespérides) que rezaba “para la más bella” (Apol. E. III, 2), dando de este modo inicio a la “discordia” que caracteriza al hecho de la presencia de las mujeres en medio de nuestros poetas épicos, aguijoneando siempre el destino de sus férreos héroes: “...furens quid femina possit...” (Vir, En, V, 6).

Escollos femeninos a la continencia en la conversión en San Agustin

Escollos femeninos a la continencia en la conversión de San Agustín

“Estamos al comienzo o, más exactamente: hemos de volver a los comienzos genuinos,

y que el mundo espere tranquilo.” (Heidegger, 1997, p 165)

Exordio

En la antigüedad hubo dos notas básicas que distinguieron, tras el surgimiento del cristianismo primitivo, al cristiano del no-cristiano, una radicaba en la expectativa ante la Parusía, la otra en el hecho de la conversión, amén de la cuestión judeocristiana. La nueva modalidad de experienciar el mundo que ambas novedades brindaban al cristiano durante aquellos siglos, fueron luego absorbidas en torno al surgimiento de la Iglesia Católica, donde la novedad del evangelio supo dar paso a una cierta norma de conducta en torno a la esperanza y la constancia de la fe en cuanto credo. Ahora bien, si la expectativa acuciante acerca del pronto regreso del Cristo glorificado con el correr de los siglos se torno insostenible y hubo de resolverse en una espera asintótica, el fenómeno de la conversión tuvo, en cambio, un desarrollo menos pronunciado, pues aún durante el Imperio la conversión, forzada o no, fue una nota característica allende la Buena Nueva.

Las Confesiones de San Agustín nos brindan un acceso genuino a este tema, y es por ello que las tomaremos como base a partir de la cual buscaremos describir este fenómeno, tomando nota y dirigiendo nuestras descripciones hacia el lugar al que nos abocaremos para intentar dilucidar, en el atravesamiento de la confesión, un punto clave para su conversión al cristianismo: la continencia. Buscar a Dios se entramará para San Agustín en un transcurrir por los derroteros de su alma, y en torno a ella, permitirá ubicarnos en la peculiar circunstancia de sus relaciones amorosas con las mujeres, experienciadas como un problema a sortear en el transito hacia Dios. El hecho mismo de configurarse su conversión en derredor al deber de arribar a la continencia y no a la castidad, produce un diverso modo de anclaje en lo que respecta a su conversión. Trátase en ella de abandonar lo que no se está dispuesto a abandonar fácilmente, en tanto se encuentra en un mar a atravesar con el fin de adherirse al Sumo Bien. Es por ello que utilizamos el término “escollo”, pues en su etimología scopulo (ablativo de scopulus) hace referencia a una parte peñascosa del fondo del mar que se eleva hasta las proximidades de la superficie del agua, la cual no puede ser sorteada si por allí se pretende navegar, implantándose la ineludible condición del tener que vérselas con ello si tal ruta se pretende atravesar. De este modo, y al igual que Ulises, que en su retorno a Ítaca debió atravesar el escollo (scopelos) de Escila y Caribdis (Hom. Od. XII, 7, 3), Agustín deberá franquear su relación con las mujeres con respecto a la continencia, en el arribar al darse completamente a Dios, único bien verdadero, resolviendo su amor, su deseo y su gozar en Él. Es entonces, que para ubicar correctamente la problemática del escollo femenino en las Confesiones deberemos dilucidar el modo de experienciarse San Agustín en medio del mundo, y en el modo de experimentarse siendo en el tiempo con la tentación a cuestas, escrutando el entorno de su facticidad histórica, que partiendo del problema de la conversión arriba en la estratificación jerárquica de la creación, intentar dilucidar la pertinencia del hablar acerca de sus relaciones con las mujeres.

El problema de la Conversión:Deus virtutum, converte nos et ostende faciem tuam, et salvi erimus.” (Conf. IV, 9, 15. Sal. 79, 8.)

En las Confesiones, el problema de la conversión se abre en tres direcciones, especificadas ellas por el transitar desde una experiencia actual a una posible, donde la experiencia posible no lo es, en esencia, por poder no llegar a ser en un acaso, sino por merecer un acto único que linda en el límite de la una a la otra en la historia del evento. Esta experiencia límite no es sino la conversión misma, que da acceso al Sumo Bien, en una reorganización del alma, por la cual el deseo, el amor y el gozar confluyen a y definitivamente por Él.

Los tres sentidos, que se repiten en toda la operatoria discursiva del Santo, si bien no temporalmente, sí de un modo lógico, podemos ubicarlos, esquemáticamente, del siguiente modo:

1) El hacerse-cuestión: acto que le abre al mundo, a los otros y a sí mismo ante sí, en torno a cierta molestia frente a lo que se le ofrece como experimentado.

2) La búsqueda: donde el transitar el complejo del mundo en la inquietud de sí, con una meta configurada allende el mundo, se cumple en diversas vías de acceso.

3) El descanso: punto límite de la búsqueda, donde se constituye el arribo al único bien, fin teleológico del alma, donde el advenir se estructura como un ir-hacia- delante, mediante un ascenso en el retorno rumbo al Creador.

El núcleo del asunto, punto capital a la vez que condición de principio, es el experienciar de San Agustín, donde él mismo se torna, para sí, problemático, poniéndose ante sí mismo bajo la forma de una cuestión: “mihi quaestio factus sum” (Conf. X, 33, 50). Este instante de acceso, donde el sujeto del simple andar en torno del mundo se ve transformado en un problema ante sí mismo, dejando a un lado el dejarse llevar por la corriente de las costumbres de aquel, configura el comienzo de la inquietud ante el habitar el mundo, inquietur cor nostrum (Conf, I, 1, 1), en tanto que el hacerse enigma es vivido como enfermedad, “languor meus” (Conf. X, 33, 50). Este punto de quiebre, donde en el hacerse problema ante sí se detiene la marea del extravío entre los bienes mundanos, es el que permitirá el inicio de las sucesivas experiencias que, en orden ascendente, guiarían hacia la meta del descanso eterno, inalcanzable en el orbe de la creación. Estos tres tiempos del sentido de la apertura, que se establecen en una “enfermedad” al hacerse problema a sí-mismo, se pueden ejemplificar en la secuencia que se establece cuando el Santo se dirige a Dios del siguiente modo: “…di a mi alma: “Yo soy tu salud”. Que yo corra tras esta voz y te de alcance” (Conf. I, 5, 5). Podemos observar aquí la lógica en que se abren los ex-stasis de la conversión, donde en la equivalencia del hacerse cuestión podemos apresar el “salus tua ego sum” (ergo la enfermedad) que permitiría la apertura de la búsqueda (requiro) en tanto que “curram post vocem hanc”, para culminar en el “et apprehendam te”, ubicándose tres puntos como necesarios para el tema de la conversión: quaestio, requiro y requiesco. Los cuales se corresponden a su vez con el tema del alma, el mundo y Dios, atravesados por la saeta del deseo, el amor y el gozar. Atravesar el mundo es condicionante para que el alma descanse en Dios, en tanto que si el alma se vuelca al mundo, “amicitia enim mundi” (Conf. I, 13, 2.), se aleja envuelto por las preocupaciones de éste, sirviendo a los “elementos del mundo”[1], anclándose el deseo en lo creado, barruntando en medio de Babilonia[2]. La voz de Dios, que marca la vía verdadera, y su Gracia que posibilita el tránsito, corresponden al borde entre la quaestio y la requiro, en tanto que el requiesco es aquello supuesto-ser-alcanzado en caso de haber llevado a cabo la búsqueda por el camino verdadero, cumpliéndose en el retorno a Dios, tras la muerte.

Ahora bien, los pasos de la conversión nos guían, y se ven guiados, al problema del deseo, siendo que, tanto como problema o como solución, el deseo arrastrará en una u otra dirección, según se persigne a un bien mundano o a Dios, pues las vías del mundo no serán sino las vías del deseo, donde las mujeres, en torno a la concupiscencia, se ubicarán bajo la merced de aquello hacia los que la libido tiende. Así, el deseo, hilo fundamental, se definirá por la invariante que se mantiene en las diversas transformaciones de la vía de acceso al Sumo Bien, invariante problemática y con tinte femenino en su anclaje mundano.

La problemática del deseo y su satisfacción, que encuentra como primer motivo de turgencia y reprehensión al pecho materno, “uberibus inhiabam” (Conf. I, 7, 11), recorre el punto de contacto, esencial, entre la voluntad y la libido, contacto por el cual se excluye la inocencia infantil[3]. En el humano, el deseo se encuentra desviado hacia los bienes temporales, ama a las criaturas y pasa por alto al creador, dirige hacia el mundo la delectación, y siempre encuentra demasiado poco para soliviantar su carga. El movimiento del deseo es, previo a la conversión, desde el inicio, “illicitas cupiditates” (Conf. I, 18, 29). Uno mismo se deja arrastrar por abrupta cupiditatum, pues la concupiscentia carnis mora en uno desde el nacimiento, y ofusca la posibilidad de distinguir la serenidad de la dilección de la “caliginis libídine” (Conf. II, 2, 2). Y es contra esta tendencia primera que se debe dirigir la continencia, pues por “naturaleza hereditaria” el ser humano se aleja, se destierra, y se rinde ante la “vesania libidinis” (Conf. II, 2, 4). La continencia, de este modo, es una condición para la plena conversión. La voluntad misma se encuentra enferma, no halla saciedad en el mundo al cual se aferra, y sin embargo desea a Dios, busca el descanso y la paz. Empero, mientras transita el mundo, abocándose en el amor a la criatura, y siendo la libido un parásito en la carne, a quien el alma pervertida sirve, el deleite en que se aúna la complacencia del alma (en el amor) y de la libido (en el cuerpo); cadena que hace al placer carnal con las mujeres; impide el abrirse uno a ver el rostro de Dios, amén de la necesidad de su Gracia para con el restablecimiento del nudo establecido entre alma y cuerpo, pues quitar el escollo femenino no resultará dable a menos que se resuelva la continencia como un don de Dios. Habrá que atravesar el escollo en la búsqueda, para convertir, salvar y sanar al alma.

La búsqueda y el despliegue de la tentación: “Quis exaperit istam tortuosissimam et implicatissimam nodositatem?” (Conf. II, 10, 18)

Teniendo, pues, establecido el campo que se nos abre entre la apertura de la “quaestio” y el arribo de la conversión (un volver, “converto”), donde el transito del “requiro” es aquello que moviliza el ir-hacia la beata vita, debemos caracterizar el cómo del experienciar el transitar mismo. El despliegue de la vida es el despliegue de la “temptatio”, y la búsqueda no será más que la asunción de la continencia. En el mundo, donde de desarrolla la vía de la búsqueda, San Agustín ubica su historicidad en torno a las “foeditates et carnalis corruptionis” (Conf. II, 1, 1) de su alma, siendo que ambas, las fealdades y las corrupciones carnales, conllevan a que el transito mundano se caracterice por la dispersione, la frustratim discisssus y el hecho de desvanecerse in multa evanui; de modo tal que los umbrosis amoribus, guiados por los bienes temporales, signan la meta del satiari infieris. El saciarse en lo inferior aleja de Dios, “dum ab uno te aversus in multa evanui” (Conf. II, 1, 1), uno estalla procelosamente en la dispersión, e impidiéndole, lo inferior, el retorno al unum bonum, retrasa la meta, reteniéndolo en esta vitam mortalem o mortalem vitalem (Conf. I, 6, 7), donde el deseo naufraga. En torno al transitar lo mundano dos vías son posibles, donde una de ellas, marcada por estructura desde el mismo advenir al mundo, posee un sentido de descenso, en cuanto se busca no según “intellectum mentis”, sino según “sensum carnis”, lo cual compele a descender “in profunda infieri” (Conf. III, 6, 11). De este modo, el abandono de Dios adquiere un carácter ejecutivo por el cual, en la dispersión de la caída, uno ama (diligitur) en la parte una falsa unidad, “in parte unum falsum” (Conf. III, 8, 16), se arroja ante lo creado, amarrado a lo sensible de la proximidad inmediata. Es por ello que el retorno a Dios adquiere un carácter de viraje fundamental, pues precisa del re-direccionarse hacia el “omnium bonum”, fuente de la vida a la cual hay que retornar (reditur) en un ascenso que exige una nueva reconfiguración del alma, Gracia de Dios mediante.

En la experiencia de la pérdida de un amigo, podemos observar el modo en que se abre para Agustín la cuestión de la miseria que se gana en el estar ocupado por las cosas terrenales. Miser eram” (Conf. IV, 6, 11): la miseria de la vida se encuadra en el abocarse a las cosas mortales, descansando en la amargura y amando la misma vida miserable. El “tedium vivendi” caracteriza la apertura hacia los entes intramundanos, la locura (dementia) y la necedad (stultum) el amarlos, pues se ama cosas mortales como si no fuesen mortales[4]. El hacer-se de lo que deambula por los derroteros de la tierra, en el modo del ac si; donde los muchos aparentan uno; debe verterse hacia un amarlos en Dios (in te), pues de lo contrario uno se esparce fuera de Él, apoyándose en las hermosuras externas a éste, donde todo nace y muere, y en tanto tales, no son sino meras partes de un conjunto: “no perderá amigos quien tiene a todos por amigos en aquel que no puede perderse” (Conf. IV, 9, 14). Sin embargo, la problemática que nos convoca, se ubica en tanto que se produce un pasaje del amor por medio de los sentidos del cuerpo, por el que si bien no se ama sino a aquello que posee un alma, el problema se entronará en el amar el alma por mor de los cuerpos, y no en Dios. Es pues en esta intersección (alma-cuerpo), que aquello hacia los que se dirige la juntura desgarra el alma con “desideriis pestilentiosis” (Conf. IV, 10, 15). Es el adherirse a la parte “glutine amore per sensus corporis” (Conf. IV, 10, 15) el peligro que subyace en el hecho de apoyarse en las hermosuras de la creación, por fuera del creador. El alma busca (ergo desea, ama y goza) el Ser y el descanso en las cosas que ama, pero el orden mutable de la creación impide el permanecer tanto de estas como del alma misma en ellas, razón por la cual el descanso verdadero e imperturbable, solo es dable “donde el amor no es abandonado, si él no nos abandona” (Conf. IV, 10, 16). Pero, ante la disposición que surge frente al descanso de la vida beata, el alma se encuentra sujeta al llamado irrecusable de la carne, “Ut quid perversa sequeris carnem tuam?” (Conf. IV, 10, 17); la concupiscencia y la libido arrastran al deleitarse en la parte, ignorando el todo. De este modo, el alma, al no permanecer fija en Dios, no consigue revertir el amor a lo creado sobre su artífice, por lo que “si placent corpora” el amor debería redirigirse al creador de lo corpóreo, y “si placent animae” se las debe amar en Dios[5]. El tedio mora en el deambular por fuera de Dios, de modo tal que tanto la voluntad como el intelecto caen bajo la égida del pecado original, puntal de la vida temporal y la experiencia Agustiniana.

Si bien el buscar se efectiviza en dos líneas ejecutivas, una epistémica (destinada a la verdad) que transita el camino de los maniqueos y los académicos, y la otra desiderativa (destinada al goce en el sumo bien), ambas transcurren siendo en el mundo. Estas líneas, vectores del llevar a cabo la restauración del alma, son aquellas que se adhieren cuando se arriba al descanso, pues, en tanto que el buscar mismo se causa merced a la insatisfacción que el deseo experimenta en los elementos del mundo, la meta se opera en tanto que “gaudium de veritate”. La verdad y el goce coinciden en la meta de la conversión, y Agustín transita primero la transformación intelectual, procrastinando la continencia que haría del “gaudium de…” un recto gozar bajo el juicio de Dios.

El amor a las bellezas inferiores, por las cuales se cae en el abismo, “ibam in profundis” (Conf. IV, 13, 20), posee, en su quid, una fuerza que atrae hacia sí, atracción a la cual uno se aficiona, y que posee el carácter de una fijación que “ad se moverent” (Conf. IV, 13, 20). Así, bajo la atracción que adquiere aquello hacia lo que uno se dirige en su deseo y en su amor, en el vivir en torno al mundo, el fenómeno de la tentación, en tanto que vivencia del cómo del experimentar la vida en su facticidad, se presenta bajo el orden de lo que no-cesa. No se encolumna en la vertiente de lo posible de ser experimentado, ella misma es estructural del acaecer mundano. Su repliegue se guarece del “que” de lo tentador, y en la posibilidad del llevar a cabo un “cómo” que se aboque a la delectación, se encuentra siempre escasa en virtud de la suposición de un otro gaudium, donde la veritas se establece por fuera del saber o no saber. De aquí surge el que la conversión sea justamente la modificación de lo posible (la delectación mundanal guiada por la concupiscencia), en un algo fuera-del-ego-sum, caído en el mundo, en la tentación (ser-tentado), donde se experimenta la escisión del ego sum. La imposibilidad misma de tornarse, la tentación, en una contingencia de la vida, remite a la posibilidad de un llevarla a cabo o no en el orden de la ejecución, y es aquí donde lo femenino (quod) en tanto quién (quis); pues la tentación misma posee un carácter intencional y no se es tentado sino ante algo; sobrevuela el qué (quid) de los elementos del mundo, definiendo el cómo (quomodo) del desprendimiento mundano, para el arribo de la continencia. Es, por lo tanto, el recubrimiento de la tentación aquello que abre el abanico de lo posible poniendo los entes mundanos a disponibilidad. Y es en este estar a disposición de los entes como bienes, donde se conjuga la disyunción específica entre la continencia y la dispersión, dos actitudes básicas ante la inquietud de sí frente al mundo. De este modo la dispersión, donde surge el desgarramiento del experimentar la tentación, conlleva al experimentarse a sí como una carga, “oneri mihi sum (Conf. X, 38, 29), la cual merced al peso que adquiere el alma en la dispersión de los bienes temporales del mundo, conjuga la imposibilidad de interrumpir el estatuto estructurante de la tentación, salvable únicamente por medio de una renovación del sí-mismo, en orden al deseo, en la prosecución de otro estatuto de la facticidad: la humillación cristiana y la conversión. Por ello, del campo estatuido por la defluxo, no resta sino la reunión de lo esparcido sin orden, la continencia, que regula el ordenamiento de: primero, la dispersión en función de un único boni; segundo la tentatio, en la resolución de la caída; y, por último, la delectatio por lo cual el pecado se escabulle en función del “como” del uso de los bienes temporales.

La continencia es, en la conversión, aquello que pone en forma el deseo por mor del Único Bien al que se dirige en la persecución de la beata vita, en el transitar el mundo. Pero en el andar-en-la-búsqueda, ante el planteo de “ubi ego eram quando te quarebam” (Conf. V, 2, 2), el donde se petrifica en el acto de encontrarse adorando y sirviendo a la criatura, no al creador[6]. El no transitar la vía verdadera, y encontrarse, por ende, bajo el azote del deseo carnal, “carnale desiderium” (Conf. V, 5, 15), conlleva a una circularidad de cambios y repeticiones continuas, donde uno mismo corre tras sus deseos para dar fin a sus propios deseos: “cum et me cupiditatibus meis raperes ad finiendas ipsas cupiditates” (Conf. V, 5, 15). Correr tras los deseos o correr tras la voz de Dios[7], allí es donde mora la elección y las consecuencias de la misma. Pues hay una vía que conduce hacia Él[8], y en contraste, la vía del siglo, tortuosos caminos, “O tortuosas vias” (Conf. VI, 16, 26), en tanto que allí no se encuentra descanso alguno. La inquietud en el experimentar el mundo, donde trasuntan las cosas inferiores; cosas débiles por causa de la creación y sujetas por ella misma al hombre en su semejanza a Dios; es la subversión del correr-contra el creador, dirección que subvierte el orden del dominio del alma, experimentándose ahora bajo el dominio del cuerpo. La involución de las cosas del mundo lleva a éstas a ponerse sobre uno, sin permitir un solo instante de “relaxamentum et respiramentum” (Conf. VII, 7, 11). Causa de ello es la voluntad que se aparta, tornándose perversa al inclinarse hacia las cosas inferiores, “deportare in infima voluntatis perversitatem” (Conf. VII, 16, 22), apartándose así de la Verdad[9]. En el peso de la carne, su costumbre[10], la carga que conlleva esta caída hacia lo inferior, radica el escollo para con el camino de ascensión, impidiendo arribar a lo-que-es “quod est” (Conf. VII, 17, 23), bifurcándose la vía del llegar a ser idóneo para gozar de Dios. La mutabilidad del alma[11] y su servidumbre para con el cuerpo mortal; del que uno debe liberarse[12]; conlleva a la necesidad del desear, entre las vacilaciones propias de la vida temporal, la estabilidad misma en Dios: “stabilior in te esse cupiebam” (Con. VIII, 1, 1); y ello mas allá del estar o no convencido del Dios cristiano, pues todos lo desean de uno u otro modo. Empero, en el transitar, de entre todo lo que en el mundo se presentaba ante Agustín, abandonándolo todo para seguir la recta vía del Señor, ubícase un resto, una “carga pesadísima” (Conf. VIII. 8, 1, 2) de la cual debía desprenderse aun. Pues habiéndose despojado de las mundanas servidumbres, hallábase aun férreamente ligado a la mujer, “sed adhuc tenaciter alligabar ex femina” (Conf. VIII. 8, 1, 2), escollo femenino a la continencia.

Intersección femenina en el desarrollo de la búsqueda: “…quia et amatus sum et perveni occulte ad vinculum fruendi et colligabar laetus aerumnosis nexibus” (Conf. III, 1, 1) Surge desde los entornos de la búsqueda una contraposición: en el mundo donde “in multa defluximus”, y, frente a ello, el “per continentiam” que desemboca en la conjunción del “in unum” (Conf. X, 29, 40). Es ante esto que la elección de qué vía andar comienza a constituirse en el carácter de una disyunción (aut), donde uno de los elementos expulsa al otro, como condición, mientras que aquello a lo que llamamos “escollos femeninos” es, o bien aquello que saliendo al paso en el transito de la búsqueda, adquiere el carácter de separación y, consiguientemente, alejamiento de la meta divina, o bien, dentro del camino mismo de la búsqueda, la vía recta, aquello que impide el acceso definitivo a la conversión, y en definitiva, ambos casos a la vez (vel). La puesta en serie de la defluxio con la delectatio, en cuanto “vita humana tentatio est” (Conf. X, 28, 39); siendo allí donde la facticidad de la caída se pone en juego; se presta a una de las vertientes que toma el “tentatori”. “Tentatori ianuae duae”, una de ellas el timor, la otra (íntimamente relacionada) el desiderium (cupiditas). El problema que la búsqueda de Dios confiere al mundo, adosa a la nota del alejamiento, la caída y la dispersión, el nombre de un carga (oneri), donde el salir al encuentro de los otros femeninos; en tanto que elementos del mundo; intercede a favor de un tener que poner en orden la dispersión, que viene dada por el descalabro del deseo en el pecado original. Este principio absoluto del advenimiento al mundo es acompañando por el olvido en que se envuelve la estancia dentro del útero de la madre[13], olvido que a su vez comprende la duración de la infancia. Sin embargo; y siendo el olvido causa del conjeturar de sí por medio de los otros, y aun por la simple “auctoritatibus etiam muliercularum” (Conf. I, 6, 10) simplemente creer; pervive la primer tendencia digna de reprensión, signada por el inhio. Desear ardientemente, y llorando, el pecho materno[14] (del cual procede la lactis humanis, bien de Dios), confiere al nacimiento el carácter que se efectúa por el haber sido concebido en la iniquidad, siendo alimentado en pecados por la madre en su útero[15]. El uberibus inhiabam plorans, alrededor del cual circula el llorar las molestias de la carne, el mamar y el descansar en la delectación[16], está destinado a marcar el desarrollo posterior del extirpar y el arrojar de sí aquello que data del “inordinatus animus” (Conf. I, 12 19), la rectificación del animus, cuyo desorden es pena misma de sí mismo. Ahora bien, en tanto que “Evae filios” (Conf. I, 16, 25), somos arrastrados por el río de la costumbre humana, en un mundo ya-dado y contrapuesto a la vera vita, donde los afectos libidinosos[17], alejan de Dios en su tenebrosidad. Y en este alejamiento, que da cuenta de un camino otro que aquel que se dirige hacia Dios, es donde se perpetúan las “illicitas cupiditates”, en tanto que allí uno experimenta la urgencia del inflamarse[18] (exarsi), por la inclinación a saciarse en las cosas inferiores, en tanto que plexo mundanal de los objetos. La concupiscencia carnal sumada al manantial de la pubertad, da como resultado el dejarse arrastrar por “abrupta cupiditatum” (Conf. II, 2, 2), dejándose ser en la caída y en la costumbre preanunciada de la sociedad humana. La delectación, que transitó la leche humana, los juegos y la lectura del paganismo, desemboca finalmente en la cuestión del amar y ser amado, “amare et amari”, donde la dilección de la “caligne libidinis”, conlleva al sumergirse en ésta como elección primera (en razón de la voluntad). De aquí, pues, que la apertura al mundo se vea condicionada por el alejamiento, siendo el talante de Agustín marcado por la agitación, el derramamiento, el esparcimiento y el bullir en diversas fornicaciones. El dolor marca la estancia “ingenua” en el mundo, y el alejarse está dado de antemano. Bajo este respecto es que hallaremos dos momentos del escollo, uno caracterizado por el alejar, en tanto se elige un otro camino ya dado, y otro determinado por el impedimento, en cuanto se está en la vía correcta, por el acceso intelectivo a Dios, faltando aun la rectificación de la voluntad, y ergo del deseo.

La primera fase de la contención, donde la mujer surge como aquello que aleja, se presenta como un problema dirigido a regular el uso (usum) de las fugaces hermosuras de las criaturas, poniendo límites a sus suavidades, para de ese modo contenerse dentro de las fronteras de lo matrimonial[19]. Lo matrimonial caracteriza a su vez al mundo, pues Agustín nos recuerda que “bueno es al hombre no tocar mujer” (I Cor. 7, 25), a fin de no dar pertinencia a las tribulaciones de la carne, y ello a pesar de estar permitido por la ley del matrimonio, condicionado por la procreación, aunque en son de la debilidad humana. Sin embargo, el uso al que se aboca en esta etapa, se avecina a las “illicitas iucunditates”, en favor de la “vesania libidinis” (Conf. II, 2, 4), dirigiéndose a las mujeres bajo el ímpetu de la pasión. La voluntad, pervertida, por su inclinación hacia el mundo, ama a la criatura en lugar del creador[20], se dirige a la delectación en el mundo, y al olvido del Señor. Pero no se dirige a las criaturas simplemente apuntando al alma. Cuando Agustín, nos refiere que “amare amabam” (Conf. III, 1, 1), y que buscaba qué (quid) amar amando el amar, plantea su alma como ávida de contacto sensible. Es por ello que, en el amar y ser amado, la situación se expone bajo la égida del gozar del cuerpo del otro, “amanti corpore fruerer” (Conf. III, 1, 1), del amante. Este amor, que conjuga en sí el gozar y el deseo; y que se contrapone a la amistad, donde entraría en juego la caritas[21]; se caracteriza por la reunión de la concupiscencia y la libido, y se troca, sin por ello anular la dirección hacia el amante, en un amor que cae en el amor en que se desea ser tomado: “Rui etiam in amore quo cupiebam capi” (Conf. III, 1, 1), siendo así, al mismo tiempo el que ama, amado. El concubinato privado, dentro del vínculo con la mujer, lleva a Agustín al vínculo del placer, al dejarse atar alegremente, para luego ser azotado con los celos, las sospechas, los temores, iras y contiendas[22]. El vínculo, en tanto que atadura a la mujer, conlleva al amar otro camino, el propio, “amans vias meas” (Conf. III, 3, 5), el de la compañía femenina. Esta vía, que conlleva incluso a desplegar la concupiscencia dentro de la misma iglesia[23], se posiciona dentro del mundo “usando (utendo) inmoderadamente de lo permitido” (Conf. III, 9, 16), a posteriori según la concesión paulina del matrimonio cristiano. Y es este uso el que marcará la costumbre, vinculo auto-forjado, en una atadura que debe desanudarse para abrir otro camino, en un salto que no concibe continuidad, pues quien busca encuentra, y buscando se estaría en el camino correcto. Siguiendo el camino de lo mutable y lo creado, el vago ardor de la pasión dirige la búsqueda de Agustín hacia las mujeres, donde la hallada es designada simplemente como “unam” (Conf. IV, 2, 2). Es con ella que Agustín nos dice haber distinguido, guardando la fe del tálamo, el amor conyugal del amor lascivo, donde el primero, encuadrándose a lo que marca la ley paulina, en tanto “coniugalis placiti modum” posee la procreación como fin propio, en tanto que el segundo, modulado en “pactum libidinosi amoris”, inca en la delectación como único fin. Es así, que el problema de la carne; en la inversión que experimenta respecto del alma, pues debiendo ser guiada por aquella, merced a la perversidad del alma se produce el que sea ésta quien a aquella siga; conlleva a que la delectación se de en la parte ignorando el todo[24], proclamándose la posibilidad del “omnia placent” (Conf. IV, 11, 17), puesto que lo que carne siente “in parte est”. El camino del deleitarse en la parte, soportando una satisfacción en parte, resulta difícil y trabajoso, pues injustamente se ama lo que de Dios procede, y esto en razón de que “bonum, quod amatis, ab illo est” (Conf. IV, 12, 18). El ánimo desordenado se desparrama en los bienes, en lo múltiple, sin seguir la dirección del Uno. El mundo, de este modo, no se define por su unidad sino por el experimentar la dispersión de lo creado, ignorando la causa del creador, lo Uno, único bien verdadero, contrapuesto a la “región de muerte”. Visto así, el mundo (dentro del cual las mujeres transitan), no es al ámbito donde llegar a la vida beata, pues allí no hay vida[25], y se trasunta de cuerpo en cuerpo amando “pulcra inferiora” cayendo “in profundum” (Conf. IV, 12, 20). Este primer momento del escollo aparta, disipa la fortaleza, y se ubica en otra región, pues uno se esparce entre las “meretrices cupiditates” (Conf. IV, 16, 30), donde también respecto de las artes liberales, a pesar de su bondad, no usaba Agustín bien de ellas. El “non utendi bene” marca la elección del ser caído en el mundo, donde el problema de la voluntad, perversa y mal inclinada, conlleva al problema del uso de los bienes, donde lo inmoderado, que ya se había comenzado a demarcar respecto al pecho materno, retorna bajo la forma del inhio, dentro del quicio del honor, la riqueza, y un problema intermedio: el matrimonio[26]. Estos deseos (cupiditatibus), que acarrean amarguísimos dolores, arrastran a la infelicidad (una felicidad temporal) bajo la “spe saeculi”, “sub stimulis cupiditatum” (Conf. VI, 6, 9), lo cual se diferencia y contrapone, por esencia, al “quarendum Deum et vitam beatam” (Conf. VI, 11, 19). Como bisagra del momento del escollo en tanto que alejamiento al escollo en tanto que impedimento, nos encontramos con el entre del matrimonio. Y también aquí se ubica un problema, pues la disyunción se estatuye en una tensión entre la sabiduría y la esposa, disyunción que Agustín intenta salvar. Se propone hallar una mujer que posea dinero, de modo tal que esta situación le facilite el entregarse a los estudios, conjugando ambas opciones y “ille erit modus cupiditatis” (Conf. VI, 11, 19). Sin embargo, en este impasse, se continúa difiriendo el vivir en Dios, “differebam de die in diem” (Conf. VI, 11, 20. Eccl. 5, 8), convertirse al Señor, pues pensábase desgraciado (miserum) viéndose “feminae privarer amplexibus” (Conf. VI, 11, 20). Enfermedad ésta, que no se cura uno mismo, sino arrojando a Dios los cuidados de la vida, pues “nemienem posse esse continentiem, nisi tu dediris” (Conf. VI, 11, 20. Sap. 8, 21). Empero, la tensión continúa en tanto Alipio le presenta completamente disjuntos los estudios de las mujeres, siendo ellas un elemento contrario al “amore sapientae” (Conf. VI, 12, 21). El amor no se podría repartir entre uno y otro, como Agustín lo deseaba, pues la conjunción pregonada la encuentra motivada por el encontrarse prisionero de la enfermedad de la carne, arrastrando con letal dulzura su cadena[27], de la que temía ser desatado (del concubium). La argucia del matrimonio comienza a mostrar sus flaquezas, pues apegado con el visco de éste deleite[28] (voluptatis), a las “delectationes consuetudines”; donde la argucia se devela en adosarle el “honestum nomen matrimonii” (Conf. VI, 12, 22); no es la dirección de la familia ni la procreación de los hijos lo que a él le mueve, sino el saciar la insaciable concupiscencia[29], el deleite de la libido, servidumbre por la que se pacta con la muerte[30], mujeres de por medio. Sin embargo, Agustín procede a demandar una esposa para sí[31], resultando ser su madre la encargada de conseguírsela. Y una niña (puella) respecto de la cual debíanse aguardar dos años aun para ser propicia al matrimonio, resultó ser a quien se le pidió la mano, años en que Agustín debía de mantenerse expectante (exspectabatur). Siendo así la situación, aquella unam con quien Agustín compartía tanto el lecho como su corazón (quien además le dio un hijo), fue arrancada (avulsa) de su lado “tamquam impedimento coniugii”, separación que resultando tan abrupta como dolorosa, tan solo supo dar lugar, en virtud del no poder esperar aquellos dos años, al procurarse una otra (“procuravi aliam”), en tanto que “libidinis servus” (Conf. VI, 15, 25). Otra que sustentaba y aumentaba la enfermedad del alma, bajo la tutela de la perdurable “consuetudinis in regnum uxorium” (Conf. VI, 15, 25).

Tras el desafortunado intento de encaminarse hacia el estado del matrimonio, y luego del acceso a la denominada conversión intelectual, acaece el desarraigo definitivo respecto al siglo (mundo): “non iam inflammantibus” (Conf. VIII, 1, 2) los deseos (cupiditatibus) con la esperanza de honores y riquezas, pues el deleite que de ellos podría llegar a obtenerse, ya no se comparan con Dios. Sin embargo, el espectro del coniugio pervive aun bajo la forma de la ligazón a la mujer (femina), escogiendo el camino más fácil frente a los eunucos de Mateo 19, 12[32], comenzando a establecerse el salto mediante el cual, la mujer se entablará bajo el modo del impedimento. Pues, si bien ahora se conoce a Dios aun resta el glorificarle[33], y la vacilación, tornándose producto del impedimento, se establece como causa del diferir. El impedimento, que se enraíza en los mismos deleites de la vida humana, “ipsas voluptates humanae vitae” (Conf. VIII, 3, 7), y que surgen de las molestias voluntarias y buscadas (como lo es el caso del suspirar a la desposada), abre al problema definitivo de la conversión, en tanto que la continencia se estatuye como la vía regia para el arribo al descanso definitivo, y el ordenamiento del cuerpo al alma. El morar en el mundo (rerum pars), parte de la creación destinada al cambio y la corrupción, se encuentra sujeto a la apertura de múltiples alternativas[34], signadas por adelantos (profectu) y retrocesos (defectu), uniones (conciliationibus) y separaciones (offensionibus). Y así como antes la problemática se establecía en el encontrarse separado del camino de Dios, en una búsqueda errada, merced al cambio en al acto mismo del buscar, la alternativa comienza a tomar el matiz del acercarse o alejarse, en un continuo, donde el escollo si bien separa de la meta, impidiendo la continencia, la procrastinación da cuenta del no vastar el saber acerca de Dios. La voluntad, así como el querer, es en este punto lo que habría que poner en forma, no el saber. El experimentar el “velle meum” (Conf. VIII, 5, 10) como poseído por el enemigo, aprisionado, y sin una firme decisión respecto al llevar a cabo lo que se sabe debe llevarse a cabo, encuentra su tracción en torno a una cadena, donde los enlaces mantienen la ligadura en derredor del escollo. Esta cadena (catenam), orquestada por el enemigo, se configura[35] en tanto que de la voluntad perversa nace la libido, y de la obediencia a esta la costumbre, proviniendo de esta última, no resistiéndola, la necesidad (necessitas). La voluntate perversa, dato primero en razón del pecado original, exige la rectificación, pues considerando lo anterior quasi ansulis sibimet innexis” (Conf. VIII, 5, 10), los tres anillos (libido, costumbre y necesidad) aprisionan el alma en “dura servitus” (Conf. VIII, 5, 10), ante las mujeres. Es modificando la voluntad como esta cadena podría llegar a ser desecha, pues el objeto, se supondría, quedaría liberado de la delectación que aporta, en torno a la contrariedad entre carne y espíritu[36]. Ahora bien, este suponer, que se configura en el tejido del saber culmina inclusive en la certeza, certum (Conf. VIII, 5, 12), del ser mejor entregarse al amor de Dios (“melius tuae caritati”) que ceder a los propios deseos (“meae cupiditati”). La tensión entre el darse y el ceder, sabiendo que la opción verdadera se refugia en la caritati, no encuentra resolución por el lado del desarrollo de la ratio, pues entre estos y aquellos elementos del mundo, el placer conlleva el ser vencido, tanto como el deleite el ser encadenado[37]. Es entonces que, aunque en posesión de la verdad, y convicto por ella[38], agotados todos los argumentos, solo aguardaba responder: “"Modo", "Ecce modo", "Sine paululum". Sed "modo et modo" non habebat modum et "sine paululum" in longum ibat” (Conf. VIII, 5, 12). La violencia de las costumbres, donde el apego a las mujeres es uno de sus modos, es la ley del pecado[39] que arrastra y retiene al ánimo en un punto al que se aboca sin poder desencadenarse, aunque la voluntad se le oponga y el saber lo deponga. Justo castigo por haberse dejado caer en ella voluntariamente. Este enlace a la mujer, especificado como “vinculo quidem desiderii concubitus” (Conf. VIII, 6, 13), en tanto que aquella se desarrolla como medio para saciar la libido, solo puede ser liberado por la acción de Dios, quien pone a Agustín ante sí para que consiga ver las notas de su experimentarse arrojado en el mundo, encontrado “quam turpis essem, quam distortus et sordidus, maculosus et ulcerosus” (Conf. VIII, 7,16), sabiéndolo a la vez que disimulándolo, cohibiéndolo y olvidándose de ello: “Noveram eam, sed dissimulabam et cohibebam et obliviscebar” (Conf. VIII, 7,16). Conocer la situación, la vía y el “qué hacer” para llegar a Dios no modifica el estado de las cosas, es preciso algo más, un Otro que rectifique el alma, pues con todo el saber aun uno se revuelca en la carne y en la sangre[40]. Este Otro, Dios, al que ya se le había pedido la castidad y la continencia, pero bajo el modo del “no ahora”, “sed noli modo” ( Conf. VIII, 7, 17), cumplirá su papel a su tiempo, con su voz, aquella que hay que seguir para descansar en paz. La cuestión del diferir el abandono de la mujer, se enclava para Agustín en el “morbo concupiscentiae” (Conf. VIII, 7, 17), que si en el primer desarrollo del escollo se trataba de saciarla, ahora adquiere el tratamiento del extinguirla. Pero el impedimento actual lleva al diferir del alma ante el temor a perder la corriente del mar de la costumbre[41] y el deleite de sus promontorios. Sanar esta enfermedad de la concupiscencia, donde el ego quiere pero el ánima se resiste[42], en un desdoblamiento de sí a sí, por el que el alma no se obedece a si misma, conlleva al hecho del llegar al fin de la búsqueda bajo la condición del querer ir, “velle ire” (Conf. VIII, 8, 19) sin vacilamiento, sin experimentar las “conctationis aestibus” (Conf. VIII, 8, 20), angustias de la indecisión, en que el querer se hallaba prisionero de la cadena. El fin de la continencia se proclama en el consagrarse al servicio de Dios[43], algo querido a la vez que no querido, a pesar de ser uno el ego, pues “ego eram, qui volebam, ego, qui nolebam; ego, ego eram” (Conf. VIII, 10, 22), uno que experimenta la contienda contra sí, y la subsiguiente “dissipatio” (Conf. VIII, 10, 22), la destrucción en sí mismo en la contrariedad del deseo. Por ello, a pesar de ser una, la escisión mora en el alma, experimentándose ésta justamente en virtud el escollo en cuanto impedimento, pues a pesar de la sabiduría adquirida y el abandono de la vana superstición, una parte del alma, la superior, se deleita con lo eterno (delectat superius), mientras que la inferior es retenida por el deseo del bien temporal: “temporalis boni voluptas retentat inferius” (Conf. VIII, 11, 24). La solución pues, provendrá de la acción salvífica de Dios en la “escena del retiro al huerto” por parte de Agustín. Así, en el límite de la consecución de la continencia, encontramos el contraste épico de la retención por parte de sus antiguas amigas, “antiquae amicae meae” (Conf. VIII, 11, 26), bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades[44]. Agustín se ve seducido por ellas, tirándole del vestido de la carne, y haciéndose presente el uso de la persuasión mediante el habla: "Dimittisne nos?"…"A momento isto non erimus tecum ultra in aeternum"…"A momento isto non tibi licebit hoc et illud ultra in aeternum" (Conf. VIII, 11, 26), palabras que volvían tardo el desarrollo de la consecución de la verdadera felicidad, encastrando el alma de Agustín en una vacilación estancadota del salto, donde la fijeza de la costumbre clamaba: “Putasne sine istis poteris?” (Conf. VIII, 11, 26). Pero ante esta situación, el camino ya se encontraba allanado, y Agustín tenía ya dirigido el rostro hacia donde temía pasar, entreviendo la “casta dignitas continentiae” (Conf. VIII, 11, 27) que se extendía hacia él, haciendo también ella uso del hablar: “Dominus Deus eorum me dedit eis. Quid in te stas et non stas? Proice te in eum, noli metuere; non se subtrahet, ut cadas: proice te securus, excipiet et sanabit te” (Conf. VIII, 11, 27). Darse a Dios, allí mora el único medio posible para sanar, pues sin su Gracia no hay continencia posible, ni regeneración del alma. Empero sus antiguas amigas continuaban con murmullos, atando a Agustín en el suspenso, mientras del otro lado clamábase por la mortificación del cuerpo: “Obsurdesce adversus immunda illa membra tua super terram, ut mortificentur. Narrant tibi delectationes, sed non sicut lex Domini Dei tui” (Conf. VIII, 11, 27). De este modo, entre palabras de uno y otro lado, la controversia en el corazón no consigue hallar remedio alguno, pues la contienda se establecía “de me ipso adversus me ipsum” (Conf. VIII, 11, 27), sin salida encerrado en uno mismo contra sí, entre los enlaces de la cadena. Resultaba necesario que una Voz dejásese oír sin persuasión alguna: “Tolle lege, tolle lege” (Conf. VIII, 12, 29). La Verdad habló y la verdad, no el saber, se leyó: “Non in comessationibus et ebrietatibus, non in cubilibus et impudicitiis, non in contentione et aemulatione, sed induite Dominum Iesum Christum et carnis providentiam ne feceritis in concupiscentiis” (Conf. VIII, 12, 29. Rom. 13, 13). Tras lo cual la continencia le fue dada a Agustín serenamente, producto de la acción de Dios, “convertisti enim me ad te” (Conf. VIII, 12, 30), quien convirtiéndolo, brindó a su alma regenerada el descanso de no buscar ya esposa al fin, ni abrigar esperanza alguna en el siglo: “ut nec uxorem quaererem nec aliquam spem saeculi huius stans in ea regula fidei” (Conf. VIII, 12, 30). Así entonces, liberada ya su alma de la sarna de la libido[45], estando Dios en lugar de aquellas antiguas amigas que intentaban persuadirle a persistir en las voluptuosidades de la carne y la sangre, es de pensar que el problema de las mujeres no tendría ya peso alguno. La continencia debida a una mutación en el alma, que responde a la conversión y regeneración, no debería plantear ya cuestión alguna. Veremos pues si el escollo femenino no retorna quizá en un reaparecer, manifestándose una vez más en otro ámbito, repitiéndose aquello hacia lo que no cabría prestar cuidado, la presencia femenina, bajo la premisa de la continencia.

La escisión y la falla:Numquid non temptatio est vita humana super terram sine ullo interstitio?” (Conf. X, 28, 39)

El hecho de la conversión, en tanto que tal, no es la perfección en si, sino que vuelta hacia Dios, el alma se aboca, conversa, en un andar hacia ella. La conversión es el encontrar a Dios, siendo el deseo, el amor, y el goce una vocación dirigida hacia el Sumo Bien. Sin embargo, el problema no varía en su ejecución, pues el continuar siendo en el mundo acarrea nuevamente la cuestión de la tentación en derredor, ésta continúa actuando, pero el alma convertida ya no se arroja de lleno sobre ella. Ahora se trata de resistir, con la particular nota del surgir una voluntad nueva. Y esta novedad deberá responder a la situación de una serie de escisiones, tres, que contraponiendo el tiempo a la eternidad calan en la finitud del hombre.

En su calidad de ser-creado, encontramos la primer escisión caracterizada por ser ésta una condición irrevocable de la naturaleza humana. La causa de la misma, el Creador, quien en su acto creador, siendo en él una sola cosa el ser y el vivir, en tanto que Dios “idem ipse es” (Conf. I, 6, 10), produce en ser humano, y en toda la creación, la diferenciación irreductible entre el esse y el vivere, pues no habiendo artífice de sí mismo, la causa por la que estas dos notas advienen hacia nosotros, no es sino el “summe esse” y el “summe vivere”, lo mismo en Él. La división ontológica que genera el tiempo y la eternidad, conlleva al suceso del modo y la existencia[46] en cada ser creado, la mutación y variabilidad de cada uno en su ser durante el lapso de la vida temporal.

En la segunda escisión la causa radica en la creatura misma, siendo aquí donde se especifica el transitar el mundo en su radicalidad absoluta, pues el libre albedrío de la voluntad “causam esse, ut male faceremus et rectum iudicium tuum ut pateremur” (Conf. VII, 3, 5), el mal que hacemos y el mal que padecemos, corresponden a uno mismo y al recto juicio de Dios correspondientemente. Es la voluntad quien genera la “iniquitas”, pues se aparta de la suma substancia inclinándose con preferencia hacia lo inferior[47], y se asocia con el pecado en tanto que no quiso, en un principio, persistir en la Verdad[48]. Ahora bien, bajo esta situación signada por la ligadura “ex femina”, y la cadena de tres entre libido, costumbre y necesidad, Agustín no solo retoma el ardiente combate entre las dos leyes que moran en la creatura, la de Dios y la del pecado (cuyo asentamiento se da en los miembros inferiores) que le brinda San Pablo[49], sino que dará cuenta de la existencia de una voluntad primera perversa[50], cuarta cadena. Pues viéndose envuelto en el atravesamiento del escollo bajo el norte de la continencia, en el desasimiento de la ligadura, observa dos voluntades: la “antigua”, que se nomina en tanto que “carnalis”, y la “nueva”, en tanto que “spiritalis”; pero ambas suyas, donde la última se dirige al servir gratuitamente y a gozar de Dios. Entre ambas se genera la discordia, inconciliables mientras se disipa el alma en derredor del combate, que Agustín entiende merced a su propia experiencia, “sic intellegebam me ipso experimento” (Conf. VIII, 5, 11), como la concupiscencia confrontándose al espíritu, así como éste lo hace contra la carne[51]. La ley que radica en los miembros y se consolida por la costumbre actúa aun en contra de la voluntad, por haberse dejado caer voluntariamente[52]. Ahora bien, el problema alma-cuerpo, resuelto intelectualmente bajo la perspectiva del “corpore mortis”, se enroca en la problemática de la relación del alma con el alma, y la diferencia entre el querer (vellem) y el poder (possem), pues en tanto que la realización de la voluntad en una sola voluntad[53] respondería a la obediencia del alma por el alma, no es en el cuerpo donde incidiría la conversión, pues la regeneración del alma es lo que conllevaría como consecuencia suya el aplacamiento de la libido. El alma, no siendo distinta de sí, sin embargo se resiste[54] a sí misma, y puesto que no quiere totalmente, “non ex toto vult” (Conf. VIII, 9, 21), no manda toda ella, no es plena, pues la voluntad es quien manda a la voluntad que sea, y sin embargo no hace lo que manda, abandonar a las mujeres. Enfermedad del alma, le llamará Agustín a esta discordancia: “aegritudo animi est” (Conf. VIII, 9, 21), pues hay en el alma dos voluntades, no dos naturalezas, “duarum mentis” (Conf. VIII, 9, 22), una buena y otra mala. Una es el alma, agitada por diversas voluntades[55], donde tanto en el volebam como en el nolebamego eram” (Conf. VIII, 9, 22), lo cual merced a su configuración pugilística, y aun discordante, se muestra la pena del alma propia: “poenam meam” (Conf. VIII, 9, 22). Sin embargo, la proveniencia de la otra voluntad trasciende al ego, pues su presencia se incardina en el pecado que habita en uno en tanto que castigo por un pecado más libre del que se juega en la vida temporal, castigo “quia eram filius Adam” (Conf. VIII, 9, 22). Así pues, la causa de esta escisión, que especifica el transcurso temporal de la creatura, mora en el dato primero del pecado original, fundante para la vida fáctica en San Agustín. Estas dos voluntades que se contradicen[56] y dividen el corazón del hombre cuando se aboca a la deliberación, inscribe una división que solo encuentra cauce cuando es elegida una cosa (unum) que arrastre y una a la voluntad que antes se encontraba dividida en muchas: “in plures dividebatur” (Conf. VIII, 10, 24). Lo mismo cuando a la parte superior le agrada lo eterno, y a la parte inferior le retiene el deseo de un bien temporal, donde el alma una, prefiere esto y no abandona aquello. Pero entonces, ¿es problema del bien al que se dirige la voluntad o es problema de la voluntad? Sea como fuese que se resuelva, y reteniendo la competencia estructurante del pecado original en lo que respecta a la voluntad, la gracia de Dios es un elenco insoslayable para el cambio y la unificación de la voluntad. Pues de este abismo de corrupción que se place en el fondo del alma, solo puede uno resolverse mediante un trueque en el “lo que” del “velle”. La solución radica entonces en no querer lo que se quiere, sino en querer lo que Dios quiere, “Et hoc erat totum, nolle quod volebam et velle quod volebas” (Conf. IX, 1, 1), pues Dios, la Verdad, manda, enseñando, “quid caveam et quid appetam” (Conf. X, 40, 65), donde las mujeres deben de ser evitadas. De este modo, con la misericordia y Gracia de Dios, el alma cambia, “mutans animam” (Conf. X, 3, 4), adquiere una nueva configuración, y es restaurada. El amor ahora se dirige a Dios sin vacilaciones, adquirida la continencia, con “certa conscientia” (Conf. X, 6, 8), certeza que contiene a pesar de ella, cierto punto de goteo, donde el saber trastabilla. Así, si partimos del haberse hecho cuestión Agustín para sí mismo, desembocamos ahora en un no-saber[57] a que tentaciones puede o no puede resistir, con la única esperanza del no ser tentado en demasía, mas allá de las posibilidades propias, en tanto que con las tentaciones Dios da el éxito[58], nuevamente se trata de resistir. La conversión, en definitiva, no es el punto de descanso al que se dirigía la búsqueda, aun no se ve cara a cara a Dios[59], se lo ve, si, pero como en enigma[60]. Aun resta, para San Agustín, el ir ascendiendo hacia Dios, por lo cual, vuelto hacia las facultades del alma, y habiendo trepado desde la vida a los sentidos, cuando desemboca en la memoria, “Magna ista vis est memoriae” (Conf. X, 8, 15), cae en la cuenta de que no es capaz de abarcar totalmente lo que es, “Et vis est haec animi mei atque ad meam naturam pertinet, nec ego ipse capio totum, quod sum” (Conf. X, 8, 15), algo resta por algún sitio, pues angosta el alma es para contenerse a si misma: “Ergo animus ad habendum se ipsum angustus est, ut ubi sit quod sui non capit?” (Conf. X, 8, 15). Ello arrastra al planteo de Agustín acerca del “donde” de lo que no cabe en ella. Algo, pues, pareciese continuar mas allá del alcance de uno mismo, donde la certa conscientia vacila aun en el fondo del proceloso mar de la societatem, pues ante lo que el mundo ofrece, la escisión retorna no sabiendo de que parte está la victoria[61]. No hay cierre de la cisura mientras no se esta pleno de Dios. Y Agustín, en su vacío, se experimenta como siendo una carga para sí mismo, “quoniam tui plenus non sum, oneri mihi sum” (Conf. X, 28, 39), la vida se cristaliza en tentación en todas sus vertientes, sin resquicio alguno: “Numquid non temptatio est vita humana super terram sine ullo interstitio?” (Conf. X, 28, 39), donde el transitar mundano se desdobla entre el desear y el temer: en lo adverso desear lo próspero, en lo prospero temer lo adverso: no hay lugar intermedio en la vida, no hay ubi donde no se de la “humana vita temptatio” (Conf. X, 28, 39). Solo aguarda pues, la esperanza y la obediencia a Dios, no querer lo que uno quiere, sino brindarse a Dios, a quien se le implora: “Da quod iubes et iube quod vis” (Conf. X, 29, 40). La voluntad debe rectificarse hacia lo que Dios mande, recibiendo lo que da en su mandato, ateniéndose en “lo que” manda (iubes). Y manda el ser continentes[62], por lo que la continencia es un don, don por el que somos juntados y reducidos a la unidad[63] de su ley. El mandato a contenerse de las tres concupiscencias, en lo que respecta al concubitu y aun del coniugio, es para Agustín, según nos dice, un asunto finiquitado, pues Dios lo otorgó y así se hizo, aun antes de los sacramentos[64]. Sin embargo, surge un sed en el texto. Las imágenes (imagines) fijadas por la costumbre (consuetudo), de “aquellas cosas”, aun viven en su memoria con aspectos femeninos, y talium rerum se presentifican bajo dos aspectos: en el estar despierto (vigilanti) ya sin fuerza, pero en sus sueños (in somnis), retorna la delectación, y no solo ella, sino que, señalando una falla insondable, reaparece el consentimiento (consesionem) en una ordenación “factumque simillimum” (Conf. X, 30, 41). Ahora, el escollo retorna en el consentimiento a estas falsas visiones (falsa visa), que en el dormir persuaden a llevar a cabo lo que las verdaderas imágenes no consiguen hacer en el estado de vigilia. La escisión retorna a abrirse respecto al contorno demarcado por el ego, uno, pues visto el consentimiento, Agustín se pregunta, preguntándole a Dios: acaso yo no soy yo?: “Numquid tunc ego non sum, Domine Deus meus?” (Conf. X, 30, 41). Surge así la anterior problemática del alma que no se abarca a si misma, pues la diferencia se entrona entre el me ipsum de la vigilia y el me ipsum del sueño, donde por un lado se consigue resistir, permaneciendo inconmovible este me ipsum. Hay un algo que pareciese desaparecer en el dormir, será la ratio?, pregúntase Agustín. Lo cierto, es que la carga del siglo (sarcina saeculi) oprime dulcemente al igual que el sueño[65], donde las cogitationes por las que se pretende elevar uno hacia Dios se asemeja a los esfuerzos de los que quieren despertar, siendo que la pesadez del sueño propende a hacer caer nuevamente rendido[66]. Por ello, con el despertar se vuelve a la paz de la conciencia (conscientiae réquiem), evaluando concientemente, en la distancia entre ambos estados, que aquello no lo hicimos nosotros sino que fue hecho en nosotros[67]. Esto que se efectúa impersonalmente en nosotros, tiene su revés en la vigilia, pues en ella, junto a la certeza y a la paz de la conciencia, se suma el parapeto orquestado ante las mujeres. Refiere San Posidio[68] que Agustín no permitía en su casa el trato ni la permanencia de mujer alguna (siquiera su hermana o sobrinas), pues serían ellas motivo de escándalo para los débiles, e incluso incitarían a despertar a las tentaciones humanas. Por ello nunca deberían cohabitar mujeres con religiosos, siendo tanta la necesidad del apartarlas que Agustín jamás se veía a solas con mujer alguna, siempre acompañado de otros clérigos, aun cuando ellas traían algún asunto reservado. De este modo, solucionando la vigilia por medio del no estar a solas con mujeres, en los sueños ya no resulta posible establecer semejante planteo, necesariamente algo falta aun, denotando cierta falla en esta nueva voluntad. Se deberían de aumentar los dones[69] de Dios (ergo sus mandatos), de modo tal que el alma de Agustín le siga a él hacia Dios, sanando con su misericordia los “languores animae”, extinguiendo, con su abundante Gracia los “lascivos motus” del cuerpo, para que ni aún en sueños lleguen a perpetrarse esas torpezas de la corrupción, y el deleite merced al consentimiento, verdadero problema. La solución se estatuye en introducir la voluntad en los sueños, lo que no es gran cosa para un ser omnipotente “qui vales facere supra quam petimus et intellegimus” (Conf. X, 30, 42. Ef. 3, 20). Es por ello que aún no se ha atravesado el escollo mientras se transite en el mundo, pues la perfección que Dios dará, la paz completa, se consuma solo tras la muerte[70], a pesar de que el concúbito se corte de una vez[71] y para siempre, pues algo insiste de aquello bajo la apariencia de una mujer. Allende la conversión y el don de la continencia, hay algo en el alma que aun no consigue descansar, pues bajo el peso de sus miserias[72], vuelve Agustín a caer en los bienes terrenales, no quizá en el concúbito, pero si en la tortuosidad de sus sueños y en el trato particular que estatuye para con las mujeres. Se experimenta a sí mismo como mísero, reabsorbido en las fijaciones de la costumbre que lo mantienen cautivo, señalándosele la distancia entre el querer y el poder. Nos dice: aquí puedo estar y no quiero, allí quiero pero no puedo, “Hic esse valeo nec volo, illic volo nec valeo” (Conf. X, 40, 65), nueva escisión, tercera y última, que radica en la estratificación regional que se observa en la diferencia entre el hic y el illic, lo cual nos brinda el acceso al modo de ordenamiento por el cual el mundo resulta jerarquizado en una axiología de bienes y valores, que responden a la brecha infranqueable entre el mundo y el cielo y Dios.

La estratificación jerárquica y la consecución del Sumo Bien:Quid enim sum ego mihi sine te nisi dux in praeceps?” (Conf. IV, 1, 1)

De estas tres escisiones; en que la primera especifica a la creatura como esencia creada y la segunda como existente bajo el yugo del pecado; es la tercera la que nos brindará la pauta para describir la tensión que en el mundo habita. Hemos partido del hecho de que la tendencia de la búsqueda se establecía en una confluencia que, merced al esquivo y la resolución de diversos escollos, y especialmente el de la continencia, encontraba su punto límite en el retorno a Dios bajo la égida del descanso. Es en este adquiescere en Dios, que la solicitada paz y quietud se consuma en un abrazar a Dios, una adhesión al “unum bonum meum” (Conf. I, 5, 5) del que proceden todos los bienes, “bona omnia” (Conf. I, 6, 7) a los que el ánimo desordenado se aboca bajo los aspectos del uso y el goce. Estos bienes poseerán una estructuración que responde a su procedencia, se ordenarán jerárquicamente merced a un punto que morando fuera, condicionará la coordinación de ellos en torno a lo inferior y superior, tanto en lo que respecta a su propia naturaleza como en lo que concierne al uso que de ellos se hace experimentando el disfrute en el modo específico del “llevar a cabo”. Sírvanos de ejemplo la “escena del peral”, un hurto realizado a los 16 años. Agustín se cuestiona el mismo, en tanto que “la pera”, bien ínfimo, no era aquello de lo pretendía gozar en el hurto, sino que el goce moraba en el mismo hurto y el pecado, “nec ea re volebam frui, quam furto appetebam, sed ipso furto et perccato” (Conf. II, 4, 9), radicando allí el deleite en tanto que prohibido. La inclinación inmoderada que hace uso de de los bienes ínfimos, raíz del pecado, en su inclinarse abandona los bienes superiores y el Sumo Bien, Dios, su Verdad y su Ley[73]. Y así como el goce difiere, difieren también los bienes ínfimos de los superiores y beatíficos, pues en su comparación, los primeros resultan ser “abiecta et iacentia” (Conf. II, 5, 11). Sin embargo se inclina uno hacia ellos, lo cual conlleva al preguntarse acerca del motivo, “cur fecit?” (Conf. II, 5, 11), de semejante acción, pues no se aman los crímenes sino “utique aliud, cuius causa” (Conf. II, 5, 11) se perpetran. Para arribar al motivo de la acción, Agustín nos lleva del “por qué” al “qué”, “quid ego mister in te amavi?” (Conf. II, 6, 12), del hurto. No eran las peras, pues de ellas no tenía necesidad, de ellas solo había gustado la iniquidad, de la cual se gozaba con alegría, que laetabar fruens” (Conf. II, 6, 12), siendo entonces el problema aquello del “qué” en “lo que” se deleitaba en el hurto. La resolución arriba bajo el orden del imitar[74], la imitación de un algo que responde a Dios, “unus super omnia” (Conf. II, 6, 13), siendo el pecado un acto que busca la semejanza divina, en tanto que el hombre siempre desea bajo la razón de un bien. Fuera de Dios, solo se puede encontrar lo impuro y adulterado en una imitación perversa de quienes perversamente le imitan[75], pero en esa misma imitación se indica al Creador. Por ello se produce un pasaje del “quid” se ama en el hurto al “en qué” se imita a Dios: “Quid ergo in illo furto ego dilexi et in quo Dominum meum vel vitiose atque perverse imitatus sum?” (Conf. II, 6, 14). Así, mientras en el “quid” se entrona el hurto mismo[76] y el consorcio de los amigos, ambos nada por razón del mal que en ellos radicaba, el “en qué” toma un cariz que se perfila hacia el pecado, donde se instala el deleite del que se aprovecha el amor al hurto[77] en tanto que tal. Y así como toda tendencia busca el descanso, es en Dios donde se encuentra el descanso divino, pues en contraste con el extravío entre los bienes mundanos que claman cuidados inacabables, solo en Él se encontrará la “vita imperturbabilis” (Conf. II, 10, 18), solo a Él se lo desea con insaciable saciedad. Entrar en Dios equivale a entrar en el gozo del Señor, “in gaudium domini sui” (Conf. II, 10, 18. Mt. 25, 21), único modo de encontrarse “optime in optimo”( Conf. II, 10, 18). Es entonces que, en favor del hecho de haber “un único” sobre todas las cosas, que es, verbigracia, ante lo hermoso de los bienes lo hermoso en sí, se estatuye una división tripartita donde lo Uno da la pauta para extraer de él la razón para valorar lo que no perteneciendo a él a él se refiere. En la “imitación”, donde se ubicaría el experienciar el pecado, hay un señalamiento a un “imitable”, que hace referencia, a su vez, a lo Uno, siendo la escisión entre lo imitable y la imitación, en cuanto a la polaridad mejor/peor, superior/inferior, una consecuencia del encontrarse Dios como sumo bien que estratifica la operatoria de los bienes. Esta repartición en tres grados, en que el primer grado (Dios) se separa del la relación de lo imitable y la imitación, segundo y tercer grado respectivamente, es el mínimo indispensable para efectuar la ordenación jerárquica del mundo. Uno por fuera y dos que se escinden en razón de lo que les trasciende, donde los bienes superiores- inferiores no hacen al pecado sino la imitación misma que en lo imitable se estaciona, sin referirse al Sumo Bien, por quien deberían de hacer uso, no por ellos mismos. La razón ultima de ello resulta del hecho de no poder dos partes ser dichas una mayor que la otra, si no se posee el todo como aquello ante lo cual tomar referencia[78], dos grados que hacen referencia a un tercero, estructura que encontraremos repetida en función de la estratificación jerárquica del mundo, en distintos niveles de ejecución. Este primer grado, fundamento del desarrollo axiológico, se encuentra en una relación de separación respecto al ámbito de lo creado, no en términos absolutos, pues es, al tiempo que aquello hacia lo que se retorna; configurando de este modo el transitar el mundo, ejerciendo su Gracia y misericordia; aquello que ha ordenado la creación que hace referencia a él, no en tanto que superior de lo superior sino como la superioridad misma. Así es como se constituye la gradación en torno a la temporalidad, siendo en ella donde se establece el par mínimo de la jerarquía, contrastado con la eternidad de Dios, pues así como las leyes humanas varían de un tiempo a otro, y una de ellas puede ser mejor que la otra, en Dios se da, por esencia, que su ley no varía[79], Dios es verdad por esencia, hermosura de las hermosuras, “sume bone” (Conf. III, 6, 10). Por ello, resulta que partiendo de la caída en que se deambula en torno a los elementos del mundo, hay que remontarse hacia aquel por amor a Dios, pues debido al carácter del pecado original, bajo el peso de la concupiscencia hay un primer recorrido que se caracteriza por ciertos grados de descenso[80] que desembocan en las profundidades del abismo (“in profunda inferi”), dependiendo ello del buscar mismo según los derroteros del sensum carnis y no del intelectum mentis. Los sentidos de la carne desvían la teleología que afecta a la creatura: el volver a Dios en tanto que él mismo es la fuente de la vida, el único y verdadero creador, el rector del universo, el “omnium bonum” (Conf. III, 8, 16). Este “bien de todos”, al que se retorna en la búsqueda, se estatuye para la creatura, como un permanecer estable, un descansar y un adquirir la tranquilidad[81], que en el transitar el mundo se mantiene en un constante estado de tensión debido al carácter tentador del mismo, que contrasta con la verdad y abundancia de bien verdadero, pacem castissimam (Conf. V, 12, 22). El alma, que quiere el Ser y ama el descanso en las cosas que ama[82], solo puede conseguir su meta en Dios[83]. El bien que se ama de Dios proviene, y solo en cuanto a él se refiere es bueno, por ello nos dice Agustín que “Vivit apud te semper bonum nostrum” (Conf. IV, 16, 31), quedando solo dos alternativas excluyentes respecto al encaminarse hacia donde “non est transmutatio” (Conf. IV, 15, 25. Iac. 1, 17): nos apartamos (aversi) de él y nos pervertimos (perversi) a menos que volvamos (revertamur) y no nos apartemos (evertamur), encaminándose uno hacia donde vive sin defecto alguno el bonum nostrum del cual provenimos, provenir que encauza la disposición del buscar a Dios, buscar la vida bienaventurada[84]. La lógica de esta equivalencia se sostiene del hecho de que todos quieren, todos desean y todos aman la vida beata[85], siendo esta un gozar de, para y por Dios: audere ad te, de te, propter te” (Conf. X, 22, 32). Sin embargo, en cuanto el gaudium que corresponde a la vida bienaventurada es una experiencia que cabe al alma y no al cuerpo, en el tener noticia de ella mediante la universalidad del tener por fin el ser-feliz, se abre una brecha entre uno u otro modo de llevar a cabo la consecución de la mentada felicidad bajo la perspectiva de la beatitud. Y siendo la vida beata “gaudium de veritate” (Conf. X, 23, 33), gozo de la verdad, habrá a su vez otro transitar que no se encamina hacia Dios “qui veritas es” (Conf. X, 23, 33), donde se cede a la carne que apetece contra el espíritu; un falso gozar[86], que si bien se encuentra encaminado hacia el mismo fin, que omnes volunt, yerra merced al mundo bajo la tenacidad de la libido. Sostenerse en el goce (frui) de Dios, adherirse a Él en tanto que “incommutabilem et veram veritatis aeternitatem supra mentem meam commutabilem” (Conf. VII, 17, 23), implica, en el retorno mismo, un camino gradual de ascenso[87] que sorteando el cuerpo, y arribando al alma, traspasa sus diversas virtudes respectivas hasta la misma intelligentiam, donde se arriba en un golpe instantáneo a “lo que es” (quod est), al que siempre es el mismo, contrastando con la mutabilidad del alma[88] que

puede inclinarse a los bienes exteriores y temporales[89]. Debe sortearse la dispersión en son de la simplicidad de Dios, el “id ipsum” que no muda y en el cual se halla el descanso y el olvido[90], el hacia- donde del asenso abocado a retornar al “in id ipsum” (Conf. IX, 10, 24) donde la eternidad es “esse solum” frente al tiempo en que es dable un instante de intuición (momentum intellegentiae) en que puede vislumbrarse algún “intra in gaudium Domini tui” (Conf. IX, 10, 25. Mt. 25, 21). En el amor debido al Creador, se produce el camino de ascenso donde la caridad eleva, “de sublevatione caritatis per spiritum tuum” (Conf. XIII, 7, 8), del abismo al que arrastra el peso del deseo, “pondere cupiditatis” (Conf. XIII, 7, 8), en el que se corre hacia lo inferior por el amore curarum, en contraposición a la elevación que se genera por el amore secundatis, por mor del cual se consigue el descanso sobre-eminente. En el dirigirse el amor a Dios, es la cuestión del “qué” se ama, “Quid autem amo, cum te amo?” (Conf. X, 6, 8) lo que comienza a situar la escisión del mundo en al menos dos líneas de jerarquía, reunidas por la temporalidad, que responden a un punto de referencia eterno y externo al sistema axiológico. Cuando se ama a Dios, no se ama “lo creado”, la respuesta de lo que se sitúa fuera de la carne reza: “ipse fecit nos” (Conf. X, 6, 9), al igual que cuando se le pregunta al homo, donde el cuerpo en tanto que exterior se coloca por debajo del alma (lo interior) que resulta superior, pues a ella se le dirigen las respuestas de las preguntas dirigidas a la creación, conociendo por ministerio del exterior, “ego interior cognovit haec” (Conf. X, 6, 9), el ego animus por intermedio del cuerpo, interrogando en virtud de la razón que juzga, ubicándose como presidente de lo que le anuncian los sentidos[91]. Dios, alma y cuerpo se ordenan en una serie donde Dios estatuye el complejo que reside en la escisión mejor/peor, pues siendo mejor aquello que vivifica al cuerpo (el alma), Dios es la vida de la vida del alma. El Dios ordenador, “gaudium verum mihi” (Conf. VII, 7, 11), en su acto creador impuso el orden al mundo, donde en el humano, sometido a Él, se replica el sometimiento, en la sujeción de lo inferior, como súbdito, al humano (homo), jugándose una categorización en función de las partes y la conveniencia[92] al todo, pues en lo que se refiere a las relaciones que se establecen en función al convenir a sí y a lo otro, se entra en orden a la parte inferior, según el ser mas o menos aptos, con mayor o menor semejanza[93] (a Dios). Se establece así la estructuración de lo superior y de lo inferior del orden creado, donde se constituye la repartición de la imitación de lo imitable del Uno. De este modo, Dios, siendo gozo eterno de sí mismo, “cum tu aeternum tibi, tu ipse sis gaudium” (Conf. VIII, 4, 9) ha ordenado todos los géneros de bienes y todas sus obras, estatuyéndolas en tiempo y lugar apropiados para ellas[94], variables y temporales pero sujetas al prístino orden de la creación.

Ahora bien, habiéndose dado la conversión, y el paso obligado por el escollo femenino en la adquisición del don divino de la continencia, Agustín se aboca a las escrituras, sus castas delicias, “Sint castae deliciae meae Scripturae tuae” (Conf. XI, 2, 3), al oír la voz que comenzó cuando se hubo de retirar al huerto. En el trastocarse del interés por el extravío del mundo en la atención[95] de la voz de Dios; su gozo, “Ecce vox tua gaudium meum” (Conf. XI, 2, 3); resuélvese el deseo en uno no mundano[96], un asenso en relación a los elementos del siglo, pues desde las Escrituras a las que hubo de ser invocado, el momento de la ascensión le ha permitido oír e inteligir la Verdad en tanto que tal, “Audiam et intellegam” (Conf. XI, 3, 5), un Dios que saciará con bienes su deseo[97]. La creación, que como todo lo creado muda y cambia debiendo su ser, bondad y hermosura a Dios[98], posee en el cielo y la tierra el modelo primero de lo superior y lo inferior, no habiendo sobre el cielo sino Dios y no existiendo bajo la tierra sino la nada[99]. En lo que respecta al homo, creatura de Dios, hecho a imagen y semejanza en función de la razón y la inteligencia[100], se dan dos principios de subordinación, pues lo inferior se subordina a lo superior aún en el ámbito espiritual, mas allá del sexo material, bajo el modelo de la creación del homo en la forma de macho y hembra[101], siendo uno quien preside y otro el que obedece. En el alma, una cosa domina y otra se somete, y así es como también fue hecha corporalmente la mujer para el hombre, “sic viro factam esse etiam corporaliter feminam” (Conf. XIII, 32, 47), que siendo igual en naturaleza, en cuanto al sexo del cuerpo se encuentra, por disposición del orden jerárquico de la creación, sujeta al sexo masculino; sujeción y subordinación que se encuentra también en el ámbito del alma, en tanto que así como el apetito de la acción se encuentra bajo la razón del alma si pretende obrar rectamente[102], la acción racional fue sometida por Dios al intelecto, como al varón la mujer: “praestantique intellectui rationabilem actionem tamquam viro feminam subdidisti” (Conf. XIII, 32, 49). De este modo, la consecución del Sumo Bien se encuentra asegurada a condición de someterse ante Dios y al orden que él estableció. Y hemos visto que el omnes volunt, que es a su vez un “quisque gaudeat” (Conf. X, 23, 33), abre el espectro de las creaturas en dos vertientes, de las cuales una es verdadera y la otra falsa. El quomodo es lo que separa las aguas, pues quienes beata vita gaudere ordenan su deseo ad te, de te y propter te, mientras que aquellos que se abocan a aliud gaudium en un occupantur in aliis, caen bajo la enfermedad de la concupiscencia. Por ello, el sorteo de los escollos femeninos y el posible corte ad eternum del coito, no solo facilita, sino que sería la condición para el acceso que linda con la perfección. “Beata quippe vita es gaudium de veritate” (Conf. X, 23, 33), se ama la verdad, y continente al fin, el gozo ya no implica la inquietud del mundo, pues al dejar a un lado la presencia femenina se resuelve al fin el deseo “sine interpellante molestia” (Conf. X, 23, 34). La felicidad temporal, respecto a la compañía femenina, se conjuga en torno a la “molestia” (inquietud) que la concupiscentia carnis libera bajo la modalidad la libidum delectact, dentro de los estrechos límites del saeculo. El acceso a las mujeres no culmina sino bajo la forma de una ordenación jerárquica, donde en tanto que bien inferior que tuerce el deseo, genera una intersección que impide la unión absoluta con el verdadero bien, trascendente al orden de la tentación. El goce de la verdad, la vita beatam y el arribo a la meta subtendida en la tonalidad del réquiem, precisan del atenerse a la consecución del sumo bien, dejando atrás los escollos femeninos que sin embargo tienden a reaparecer, señalándose así, oníricamente al menos, una falla en la pretendida teleología del alma.

Requiescat in pace: “Tu autem, bonum nullo indignes bono, Samper quietus es, quoniam tua quies tu ipse es” (Conf. XIII, 38, 53)

El hombre, “magna quaestio” (Conf. IV, 4, 9), experiencia la conversión como un problema, en tanto que la misma se le hace experienciable bajo el experimentar de la búsqueda. Ella la torna problemática en virtud del hacerse questión el sujeto pasible de ser convertido torciéndose el timonel del andar en torno al mundo, lo cual adicionado al estrato trascendente-organizador del descanso eterno en el Sumo Bien, ejerce en el transito hacia Dios el motivo de brindar a la vida humana el preclaro de la in-continencia, siendo ella en el mundo el despliegue de la tentación, a la vez que aquello que impide el descanso, dable únicamente tras la muerte, habiéndose ejecutado una depuración de la concupiscencia y la libido en derredor de los factores del amor, el deseo y el goce. Ahora bien, el circuito que hemos adquirido de nuestra labor se puede considerar del siguiente modo:










La búsqueda de Dios posee en su llevar a cabo la inevitabilidad del desarrollarse entre la tentación y los elementos del saeculo, apuntando a la Conversión en la vida y por fuera del descanso que se ubica en la consecución del Sumo Bien. En el mundo, donde se caracteriza uno, signado en la caída, por la inquietud, la miseria, la molestia y la dispersión entre los bienes terrenales (esquivando la entrega a Dios), es donde se dan aquellos tres anillos anudados por la voluntad, cuya modificación, a la que la continencia despunta, deshace el nudo en el camino de retorno. Empero, antes del retorno, la ligadura a la mujer posee aquellas dos notas que se conjugan por la “separación” y la “procrastinación”, donde el hecho del comenzar a andar un camino ya-dado (por la caída) en el no saber de Dios, hace al primer escollo como un alejamiento (EA) respecto de la meta divina, mientras que en tanto que impedimento (EI) lo es en cuanto que el saber ya ha operado en el trazado del camino (la tan mentada conversión intelectual), variando el modo del hacer-uso. Y es debido a que va variando el modo del uso que se accede al impedimento vía matrimonio, donde la idea de éste en el entre de EA y EI no modifica la perversidad de la primera voluntad, sino que se reparte entre un uso inmoderado y uno permitido, pero ambos en otro camino que el de Dios. Las tres mujeres que hemos visto en San Agustín, unam, puella, aliam, alejamiento, matrimonio e impedimento, se entronan en el amor lascivo de no-hacer-buen-uso, donde la puella (idea del matrimonio) que destacaría el amor conyugal permitido, es perimida por la contraposición el amor sapiencial, el conocimiento y el saber de Dios. Lo que produce el pasaje de EA (saciar la concupiscencia) a EI (extinguir la concupiscencia), si bien se da en torno al saber, muestra su insuficiencia por el hecho mismo de desembocar en el impedimento, como una cadena que pondera el ceder al mundo en detrimento del darse a Dios. La voz de Dios, que tira por tierra la persuasión de las palabras de seducción y retención en la contienda de si a si, es lo que abre el camino de retorno mediante la conversión, donde se da la continencia como don que une y guía el transitar hacia el descanso en el Sumo Bien que cae por fuera del circuito en tanto que eterno, pues el andar se configura en el transitar en el mundo, transcurriendo en el tiempo. Lo que muta no es el mundo, la tentación, sino la disposición mundana del alma en virtud de la nueva voluntad, por la que se cierra la serie del saciar y el extinguir, en un resistir aun en el mundo. Es así que se efectiviza la falla (F), pues con la presencia femenina en el sueño se señala la falla de la unidad mentada por la voluntad y la continencia, en son de la delectación y el consentimiento ejecutado. La división de ego, que resiste en la vigilia pero cede entre sueños, hace del soñar una carga del mundo que oprime, por lo que en el querer despertar se entabla un ir-hacia-Dios que exige nuevos dones, que introduciendo la nueva voluntad en los sueños, donde un algo es hecho en uno, consoliden el parapeto orquestado durante la vigilia. Sin embargo, los sueños, en cuanto al consentimiento y la delectación, hacen del camino de retorno un retornar en la caída, la antigua voluntad, la libido y la concupiscencia, repitiéndose así el circuito en virtud de la perfección en el arribo al Sumo Bien. La circularidad que se da en el transitar la búsqueda provee el contorno para efectivizar el arribo tras la muerte. La atracción de la libido y del Sumo Bien, su confrontación, hace que en el mundo solo se pueda ir-hacia andando un camino jerarquizado por lo que no pertenece al mundo. Lo eterno marca en el mundo la escisión entre lo superior e inferior, generándose el tríptico del Uno, lo imitable y la imitación, donde lo Uno es aquello que efectúa el orden de lo que cae bajo el tiempo y su mutabilidad. En definitiva, es aquí donde se establece la operatoria del escollo, en cuanto que la teleología que signa la estratificación del camino de retorno se ve obstaculizada en el movimiento teleológico el alma, donde lo inferior interfiriendo en lo superior da cuenta de la sub-versión dada por la caída, de lo que obedece por sobre lo que manda, en una involución que contraría el orden eterno estatuido por el Sumo Bien, aun respecto a lo que se establece entre San Agustín y sus escollos femeninos a la continencia.

Bibliografía

Agustín, San. (1951) Las Confesiones en Obras Completas de San Agustín Tomo II, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.

Heidegger, M. (1997) Estudios sobre mística medieval, México, Fondo de Cultura Económica.

Posidio, San. (1951) Vida de San Agustín en Obras Completas de San Agustín Tomo I, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.



[1] Gal, 4, 3: “sub elementis mundi eramus servientes”; “π τ στοιχεα το κσμου”.

[2] Cfr. Conf. II, 3, 8.

[3] Cfr. Conf. I, 19, 30.

[4] Cfr. Conf. IV, 8, 13.

[5] Cfr. Conf. IV, 12, 18.

[6] Cfr. Conf. V, 3, 5.

[7] Cfr. Conf. VI, 16, 26.

[8] Cfr. Conf. VI, 5, 8.

[9] Cfr. Conf. VII, 19, 25.

[10] Cfr. Conf. VII, 17, 23.

[11] Cfr. Conf. VII, 19, 25.

[12] Cfr. Conf. VII, 21, 27.

[13] Cfr. Conf. I, 7, 12.

[14] Cfr. Conf. I, 7, 11.

[15] Cfr. Conf. I, 7, 12. Sal. 50, 7.

[16] Cfr. Conf. I, 6, 7.

[17] Cfr. Conf. I, 18, 28.

[18] Cfr. Conf. II, 1, 1.

[19] Cfr. Conf. II, 2, 3.

[20] Cfr. Conf. II, 3, 6.

[21] Cfr. Conf. IV, 4, 7.

[22] Cfr. Conf. III, 1, 1.

[23] Cfr. Conf. III, 3, 5.

[24] Cfr. Conf. IV, 2, 17.

[25] Cfr. Conf. IV, 12, 18.

[26] Cfr. Conf. VI, 6, 9.

[27] Cfr. Conf. VI, 12, 21.

[28] Cfr. Conf. VI, 12, 22.

[29] Cfr. Conf. VI, 12, 22.

[30] Cfr. Conf. VI, 12, 22.

[31] Cfr. Conf. VI, 13, 23.

[32] Cfr. Conf. VIII, 1, 2.

[33] Cfr. Conf. VIII, 1, 2. Rom 1, 21.

[34] Cfr. Conf. VIII, 3, 9.

[35] Cfr. Conf. VIII, 5, 10.

[36] Cfr. Conf. VIII, 5, 11. Gal. 5, 17.

[37] Cfr. Conf. VIII, 5, 12.

[38] Cfr. Conf. VIII, 5, 12.

[39] Cfr. Conf. VIII, 5, 12.

[40] Cfr. Conf. VIII, 8, 19.

[41] Cfr. Conf. VIII, 7, 18.

[42] Cfr. Conf. VIII, 7, 18.

[43] Cfr. Conf. VIII, 10, 22.

[44] Cfr. Eccli 1, 2; 12, 8

[45] Cfr. Conf. IX, 1, 1.

[46] Cfr. Conf. I, 6, 10.

[47] Cfr. Conf. VII, 16, 22.

[48] Cfr. Conf. VII, 21, 27.

[49] Cfr. Conf. VII, 21, 27. Rom, 7, 24.

[50] Cfr. Conf. VIII, 5, 10.

[51] Cfr. Gal, 5, 17.

[52] Cfr. Conf. VIII, 5, 12.

[53] Cfr. Conf. VIII, 8, 20.

[54] Cfr. Conf. VIII, 9, 21.

[55] Cfr. Conf. VIII, 10, 23.

[56] Cfr. Conf. VIII, 10, 24.

[57] Cfr. Conf. X, 5, 7.

[58] Cfr. Conf. X, 5, 7. I Cor, 4, 3.

[59] Cfr. Conf. X, 5, 7.

[60] Cfr. Conf. VIII, 1, 1.

[61] Cfr. Conf. X, 28, 39.

[62] Cfr. Conf. X, 30, 41.

[63] Cfr. Conf. X, 29, 40.

[64] Cfr. Conf. X, 30, 41.

[65] Cfr. Conf. VIII, 5, 12.

[66] Cfr. Conf. VIII, 5, 12.

[67] Cfr. Conf. X, 30, 41.

[68] Cfr. Vita Ag. XXVI.

[69] Cfr. Conf. X, 30, 42.

[70] Cfr. Conf. X, 30, 42.

[71] Cfr. Conf. X, 31, 47.

[72] Cfr. Conf. X, 40, 65.

[73] Cfr. Conf. II, 5, 10.

[74] Cfr. Conf. II, 6, 13.

[75] Cfr. Conf. II, 6, 14.

[76] Cfr. Conf. II, 8, 16.

[77] Cfr. Conf. II, 8, 16.

[78] Cfr. Conf. III, 8, 15; VII, 13, 19.

[79] Cfr. Conf. III, 6, 13.

[80] Cfr. Conf. III, 6, 11.

[81] Cfr. Conf. IV, 12, 18.

[82] Cfr. Conf. IV, 10, 15.

[83] Cfr. Conf. IV, 11, 16.

[84] Cfr. Conf. X, 20, 29.

[85] Cfr. Conf. X, 20, 29.

[86] Cfr. Conf. VI, 6, 10.

[87] Cfr. Conf. VII, 17, 23.

[88] Cfr. Conf. VII, 19, 25.

[89] Cfr. Conf. IX, 4, 10.

[90] Cfr. Conf. IX, 4, 11.

[91] Cfr. Conf. X, 6, 10.

[92] Cfr. Conf. VII, 13, 19.

[93] Cfr. Conf. VII, 16, 22.

[94] Cfr. Conf. VIII, 4, 9.

[95] Cfr. Conf. XI, 29, 39.

[96] Cfr. Conf. XI, 2, 4.

[97] Cfr. Conf. XI, 9, 11.

[98] Cfr. Conf. XI, 5, 7.

[99] Cfr. Conf. XII, 7, 7.

[100] Cfr. Conf. XIII, 32, 47.

[101] Cfr. Conf. XIII, 23, 33.

[102] Cfr. Conf. XIII, 32, 47.